lunes, 23 de febrero de 2009

Homenaje a los electrodomésticos... esos grandes olvidados

No entiendo la ingratitud provenga de quien provenga. No diré aquello de "de buen nacido..." (completar la frase: así mi blog será dinámico e interactivo), pero cierto es y siempre lo ha sido que la indiferencia del hombre hacia sus propios inventos y mejoras en la vida diaria es legendaria. ¿Dónde quedaron las gracias de los civilizados helenos ante sus termas y las entradas traseras? ¿Dónde [para no irnos muy lejos en el tiempo], los sacrificios en honor de los venerables sabios que crearon el cigueñal para sacar el agua de los pozos subterráneos; y qué me dicen del bidé para que la limpieza del polaco no fuera sólo cara, manos y sobaco, sino también las pudendas y poderosas partes? Acaso, el teléfono no es para muchos el pan de cada día y para otros un pan con dos hostias, y con su pan se lo coman o con un pan bajo el brazo y al pan pan... Seamos serios, hombres de Dios, no hay día que no se nos bendiga con un hallazgo, diábolico o angelical, eso poco importa para el caso, que allana nuestras vidas hasta convertirlas en una locura de dolce far niente o de no parar de hacer de tanto con que hacerlo. Inventores hay por doquier, como las brujas y meigas, a-nónimos y a-sueldo, tristes y desabridos, jugueteando con sus cacharros y cachivaches hasta dar con el eureka (según los vasconios es palabra nacional, que ni Arquímedes ni gaitas, un tal Sodio Carbonozábal la gritó con doble erre cuando encontró a su mujer yaciendo con un oso pirenaico y del lado francés). Que si ayudamos al varón a afeitarse con suavidad y elegancia, que si un sillón masaje para la espalda y cervicales, un abrelatas funcional, un pelajos (pela los ajos, que si no, no se entiende, diantre), y, cómo no, la pulquérrima vaporetta, que tan buenos y cansados momentos nos ha dado sin gloria.
En nuestra condición humana (no iba a ser elefantíaca), el olvido y la ingratitud se hacen hueco en nuestra alma errante y nos pone en la picota de los días para sacarnos los colores, aunque se le da un ardite al hombre, pues acostumbrado como está al ridículo, al bochorno y la supina estupidez, tira tieso y egoísta por donde Dios le guiñó un ojo.
Que no omita yo, caigan sobre mí diez maldiciones gitanas si así fuere, la lavadora. Yo crecí viendo a mi madre frotando en una pila de cemento la ropa que íbamos dejando en el cestillo de mimbre, como quien da limosna, con la espalda gritando de dolor, en silencio para que no se enteren los brazos que trabajan. Cuando llegó la lavadora (Newman de marca, que nos recordaba a todos al bello, finado y sólido actor del Hollywood), mi madre se mostró distante y algo incrédula, pero luego de ver su eficacia, su rapidez, su comodidad y su larga vida, échose a llorar por la bendición, y rezó un rosario entero, que se dice pronto, mientras contemplaba el rodillo girar y girar. Más adelante, vinieron como por ensalmo y de seguido, la cafetera, la licuadora, el exprimelimones, el cuchillo trinchador (a éste tendría que escribirle toda una entrada dedicada a objetos inútiles, al lado de la maquinilla de liar cigarros o la menos asombrosa por ineficaz terapia psiquiátrica) y, finalmente, el lavavajillas, que mi madre rechazó por considerar que era para vagos (en realidad utilizó el femenino, qué le vamos a hacer, eran los tiempos) y zafios de varia jaez. Os emplazo a echar un vistazo por casa y descubrir cuán agradable se nos hace la estancia, mientras trabajan por nosotros los cacharros de toda la vida, olvidados, algunos semirrotos, avejentados y sin quejarse, esperando ser sustituidos en cuanto no funcionen (como se hacía con los esclavos negros no hace mucho y sé de buena tinta se sigue haciendo). Sirva este largo párrafo de homenaje póstumo, o, cuando menos, tardío. ¡Qué hubiera hecho yo sin el barbiquí que me taladra o la gramola que me alivia el sendero!

viernes, 20 de febrero de 2009

El corajudo y levantisco Orson Tell [Segunda y última parte]

Lo prometido es deuda. Que nada ni nadie enturbie el hilo de mi historia, fino como la pata de una pulga.
Estábamos en que, ya sereno, Orson Tell se presentó como tal, procurando explicarme los últimos acontecimientos de su vida que le habían llevado al extremo de convertir su existencia en un hatajo de nervios, confusión y cólera.

"Yo, mi estimado y noble señor, era antes sobrio y muy dado a la meditación tempranera. Madrugador y poco amigo de palabras, me entregaba con denuedo y tenacidad a las labores propias de mi gremio, a saber, podador de olivos. Íbame hasta el agro donde crecían silvestres estos árboles mágicos y retorcidos, de fruto sabroso y líquido inmortal. Pertenecían todos ellos (si es que se puede poseer la belleza y la verdad, por no hablar de la unidad) al maese Junípero Ortigaz, a quien usted tendrá el honor que no el gusto de conocer por sus muy variadas empresas y díscolos negocios. Durante toda la jornada, que duraba no menos de diez horas, pasábame cortando aquí unas ramas imposibles (que por mí tengo lo hacían de noche y a mala uva, o, en este caso, a mala oliva), allí deshaciendo nidos de mitos o de carboneros, echábale agua por donde no había sombra y antiparásitos donde los rayos del sol no se alojaban ni queriendo. Cuiadaba y protegía los olivos como hijos que nunca tuve ni quiero. Y ya le digo, una mañana, serían las siete de la tarde, un rayo enojado colóse por mi entrañas, dejándome patitieso y atolondrado durante horas (esta vez serían las siete de verdad). Al despertar tenía un regustillo a aceite en la boca, las manos brutas entumecidas, y los hombros cargados como si hubiera llevado el peso del mundo como Atlas. Cuando me incorporé, noté que las valentías y bravuconadas se me hacían hueco donde antes no había sino miedo y temblor. Las palabras salían de mi boca sin permiso y en avalancha, como con prisa; mi mirada, antaño medio dulce medio discreta, era ahora una órbita celeste de centenares de estrellas disparatadas. Mi pelo, ralo por costumbre y modo, estaba alborotado y todo en mí, en fin, había adquirido el aspecto de uno de los olivos que yo mimaba, pero en hombre, con todo lo que ello conlleva. Desde entonces hasta ahora, no vivo en mí, se me desatan los demonios por cualquier litigio de andar por casa... que si me ha crecido una mala hierba en el jardín de atrás, que si el día despierta gris y plomizo, que si el Junípero de marras paga mal y tarde, que si aquella mujer grita demasiado, que si usted se pone en medio... le lanzo dos hostias. Por mis muelas, que le rompo el costado por cuatro sitios si me sigue mirando de ese modo, malnacido, cabrón..."

Afortunadamente para mí y el resto, el devenir del que hablaba antes volvió y Orson Tell se serenaba hasta nueva orden. Aquel mal rayo le parta de un Júpiter aburrido y ocioso, le trajo sinsabores a Orson y, como si de una metamorfosis se tratara, hizo de este pobre hombre, antes un bendito a ratos libres, hoy un diablo enfurecido a jornada más o menos completa, según qué vientos y decires. Vi unas cuantas veces más a Orson Tell. Supe que le despidieron, después de un ERE que orquestó el maese Ortigaz con maña y saña, y ahora se dedica a podar pinsapos que se venden a granel. Ora está como el lagarto al sol, ora se envalentona con una sombra como un gato cuando juega con una hormiga. Ora calla, ora grita como un poseso. Ya tumbado mirando al cielo ingrato, ya corriendo como Usain Bolt. Horas amargas le quedan a este corajudo y levantisco Orson Tell, que Dios en su infinita misericordia, le acoja en su seno, que no creo yo que se atreva a decirle ni pío a quien olivos hermosos y centenarios y a hombres creó, amén de que tengo entendido de que los guantazos divinos son muy dignos de ver y muy dolorosos de probar. FIAT y VALE.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El corajudo y levantisco Orson Tell [Primera parte]

Una clara mañana, en que andaba yo entretenido con algunas hierbas del jardín, clasificándolas según Linneo (esto es, a mi antojo y en manojo), pasó como una exhalación un hombrecillo que no levantaba del suelo ni 5 pies (salvo los dos que le servían de armadura para andar, ya saben), resollaba como un caballo después de una galopada exhibicionista, y hablaba como si fuera a perder el don de la palabra en cualquier momento. Yo, que de por sí soy despistadillo y algo acojonado por un quítame allá esas pajas (cobarde, que suena y dice mejor), me encogí de hombros, me pegué la barbilla aperillada al pecho en señal de sumisión, como sé que hacen algunos animales vecinos míos cuando viene el guarda ciudadano, y esperé a que pasara aquella tormenta humana, verborreica y colérica como pocas veces había visto (mi madre, en un par de ocasiones y a la desesperada). Y pasó. Vaya si pasó. De repente, lo que antes no había sido sino un torrente de ira y angustia, todo mezclado, como la memoria y el deseo de Elliot, de indignación y orgullo pisoteado, ahora era un devenir. Y ustedes se preguntarán qué es un devenir en este contexto. Pues yo se lo explicaré encantado, que para eso estamos en este oficio sin maestro ni maestría. Aquel señor bajito y malhumorado, por nombre Orson, de apellido Tell, se calmó. Como lo hace una madre jabalí cuando contempla a sus jabatos lejos del peligro, o como he visto que acostumbran algunos bebés cuando la madre mamífera les da su calostro. [Sí, lo sé, amigo Carioco, hace tiempo que tenía que haber llegado donde me propuse, pero... ¿y si lo que me propuse fuera esto que lees?]. Vuelvo a decirlo, por si se lo han perdido (me los imagino yendo al servicio, como sé que hacen cuando ven la televisión y ponen anuncios): Orson Tell se calmó y lo hizo de súbito, que de cúbito no podía por una lesión antigua y penosa.
Hasta aquí mi encontronazo con este personaje tan real como el tordo que acabo de ver pasar por el tejado de mi casa. Mañana les cuento la historia no tan real de Orson Tell que me fue dado conocer de viva voz por el mentado, con aspavientos propios de un cantante de ópera. Lo dicho, hasta mañana.

lunes, 16 de febrero de 2009

A don Carioco, por faltón y certero

De los tres seguidores que tiene este endemoniado blog (palabra fea, carajo), uno de ellos es esposa (que lo lee por si entro en falta), el otro, amigo (obligado -a leer el susodicho, no a ser amigo-, coño, que todo hay que explicarlo) y el que resta, amigo también, y de la infancia, el único que conservo, de higos a brevas me echa un vistazo para dejar su huella imborrable de Carioco lunático y porrero. Pues bien, este último, me aconseja, con sutiles advertencias, que haga más breves mis entradas, recordándome de paso una frase célebre de un Gracián olvidado, que no tiene todo el día para dedicarme tanto tiempo, que sí que le gusta, leches, pero que no, vaya, que no está ni de coña dispuesto a que le crezca la barba mientras se vuelve tarumba buscando en el diccionario las malditas palabrejas que él jura y perjura no existen. Como razón no le falta, aunque no ande sobrado de ella (para qué callarlo, amigo, a estas alturas de nuestras vidas por debajo del nivel del mar y de casi todo lo demás), en honor a él, haré que esta entrada, al menos, sea tan breve que voy a darla por zanjada. De hecho, si me apuráis, me sobran diez líneas. Y, sin embargo... qué ganas de seguir tecleando como un inspirado psicótico alumbrado por legiones de ideas y palabras. Palabras, palabras. ¡Qué haría yo sin ellas!

sábado, 14 de febrero de 2009

La verdadera resurrección del Ave Fénix

Hace miles de años, una criatura fea de narices -y otras partes que se omiten con la esperanza de cambiar el rumbo de las palabrotas de una vez por todas- tenía la también fea costumbre de resurgir de sus cenizas, convertirse en un gusano y crecer hasta hacerse una y otra vez el ave que conocemos como Fénix. Pues bien, hasta aquí, y muy resumida, la historia mil veces contada de este travieso pajarraco que ha servido a fiolósofos, escritores, e, incluso, periodistas e intelectuales a dedo, políticos de medio pelo y amos de casa, para elaborar sus finísimos discursos, hirientes algunos, dadivosos otros, los más, inútiles y un mucho arrogantes. El caso que me trae a estas páginas (amén de mi deber de inocular en mis lectores un poco de la sabiduría que poseo) es la aparición de Metrodoro de Chío, personaje que afirma ser el Ave Fénix, en su trillonésima resurrección. Nacido a orillas del Helesponto, muy cerca de la ciudad desaparecida de Dardanos, muy pronto destacó como desplumador de pollos, insólita y temprana habilidad que le valió el sobrenombre del Polluelo y un ascenso en la jerarquía social, haciéndose valer en el duro oficio de juntapiedras (arte remoto y ya arruinado que consistía en reunir rocas de todo tamaño, forma y condición y colocarlas en diferentes lugares para despistar a los futuros antropólogos y especialistas en geología). En una de éstas, Metrodoro arrancó con sus propias manos (en aquellos tiempos, las extremidades de los hombres se ajustaban más a las tallas de las cosas que le rodeaban) dos farallones del Egeo, solitarios, que se miraban de reojo y con malas costras, y los colocó juntos (de ahí el nombre del oficio antes mencionado) en forma de abrazo fraterno sobre una eminencia que llamaron Dardanelos (tristemente conocida, siglos más tarde, por ser motivo de disputa entre muy variados pueblos). Aquello fue el non plus ultra y nombraron a Metrodoro, caballero ejemplar de Chío (isla de las costas de Turquía, llamada también Quíos, y donde dicen nació Homero y el matemático Hipócrates, aunque se nos da un ardite en estos momentos quién y dónde...), honor que en lugar de gloria le trajo a Metrodoro angustia y ociosidad a partes más o menos iguales. Sin nada que hacer (cobraba estipendio de las arcas de la isla que ahora llevaba en su segundo nombre), vivía en rica choza, frente a un lago del color de las llamas de una hoguera a medianoche, sin mujer ni hijos que le sostuvieran en la vejez (aunque bien mirado, por entonces, sólo frisaba la treintena), y sin más vecinos que una atolondrada alondra buscando a la desesperada hembra para la coyunda y posterior nidada, un perro flaco que llegó un día y no quiso irse (a pesar de que Metrodoro no le daba de comer, ni le acariciaba, por no hacer, ni le tiraba piedrecillas para que el tontolahaba cánido se las trajera meneando la cola pulgosa) y una carpa que vivía en el lago, que brillaba como una amatista y saltaba y brincaba y hacía cabriolas para que Metrodoro aplaudiera y sonriera al menos. Poco más tenía Metrodoro de Chíos en aquella su decente y olvidada existencia, hasta que corajudo y algo imprudente, metióse en el lago hasta la rabadilla (hacía un frío de pelotas), gritó dos palabras ininteligibles (luego, un paisano reveló que tales palabras fueron: "¡La madre que parió a este elemento llamado líquido vital!". Como puede verse eran más de dos palabras, pero el narrador insistió que todo cuanto dijo era verdad y nada más que la verdad y a ver quién osaba contrariarle) y hundióse hasta el fondo (unos dos metros, pulgada más pulgada menos) y no se le volvió a ver hasta el momento en que llegóse hasta nosotros (humildes mortales del siglo XXI) con cara de pocos amigos (ninguno, para qué engañarnos) y la asombrosa declaración de que era el Fénix, el mismo que viste y calza, en su trillonésima resurrección, añadiendo a los allí concurridos en fiel asamblea: "Estoy harto de que se hable de mí como si no existiera, como si sólo fuera un ave de la mitología helena y de Troya, una puñetera y aburrida metáfora de los hombres que caen y se levantan (boxeadores, algún que otro futbolista metido a cocainómano, políticos corruptos que piden perdón y remontan el vuelo dando conferencias en prestigiosas universidades cobrando una pasta gansa, periodistas borrachos que reciben premios por escribir un libro de memorias, etc.), que si me prendo fuego y sin rechistar , que luego me incinero a mí mismo cuando me da la gana, como si preparara un conejo a la parrilla y se me olvidara darle vueltas, y, ya puestos, resurjo un par de días después con una sonrisa de ala a ala, bendiciendo la mañanita (trillonésima mañanita de los cojones) que me vio (re)nacer. Vamos, coño, que no somos niños. Que estamos ya a siglos vista de aquellas mentes estrechas que se inventaban un dios si estornudaban o si no hacían de vientre en una semana. Soy Metrodoro de Chíos, en buena hora me ahogué en el lago aquel, por alguna extraña razón que no comprendo, el verdadero Fénix yacía en el fondo arenoso, medio alelado en forma de gusano (como bien dice la leyenda), muerto de miedo porque veía pasar peces del tamaño de un ruibarbo y con hambre de días, no lograba resurgir de sus cenizas, pues el agua es un elemento muy particular (es decir, lleno de partículas) que no permite que el fuego se expanda y mucho menos que se hagan cenizas en su cosedad... así que el Fénix se quedó en gusano durante siglos y yo, quedéme allí, medio muerto medio vivo, con un hastío de mil pares de Francia en horas bajas, hasta que decidió darme sus poderes metiéndose en mi cuerpo incorrupto. Tuvieron que pasar más de cinco mil años para que el apestoso lago se secara (y eso, porque unos constructores inmobiliarios lo drenaron para construir adosados de tres plantas con bodeguilla) y yo resurgiera por trillonésima vez en esta que veis mi agilipollada figura. El jodido gusano que fue el Fénix verdadero debe andar por el hígado comiéndose mis escasas células hepáticas, los médicos hablan de cirrosis, yo soy más directo y hablo del hojoputa fenicio, que por vago y cobarde no quiere resurgir de nuevo de sus cenizas, y me tiene en ascuas no sé por cuánto tiempo. Dicho queda. Y que no me entere yo de que algún imbécil intelectual de esos que hoy abundan, con cuatro textos clásicos mal leídos y una pedantería emética, menciona al Ave Fénix sin pagarme derechos de copyright, que me voy hasta la SGAE, hablo con un tal Ramoncín (que ya le vale al tío ponerse ese nombre) y os pongo una demanda a la antigua usanza (o me pagáis la deuda, u os corto los redaños)."

Ya lo saben. Luego no me vengan con jeremíadas.

martes, 10 de febrero de 2009

La inverosímil historia de Zótimo de Silesia

"Nací en Vadallolid, más probe que un pastor de crabras, pero copo a copo fui haciéndome un sitio en la aldea gracias a un don que recibí de la Naturareza: me entendía con cualquier aminal, blablaba su idioma sin dicifultad y todos, sin expepción, confiaban en mí, sin tajupos ni zaranjadas. Abama a los aminales y ellos me abaman a mí. Ésta es mi hisrotia y voy a contarla, porque me la da la naga, estoy viejo y candaso, y me trae al piaro el que ridán".

Así empiezan las pocas páginas que dejó escritas Zótimo de Silesia. Conservaré la forma de escribir (y de hablar) de este gran hombre, por respeto a su memoria y, sobre todo, porque así se harán un idea de lo que tuvo que lidiar en vida con sus taras y gozar con sus gracias, taras y gracias, ambas naturales, que nadie le empujó ni enseñóle. Sean magnánimos, ríanse, si así lo desean, pero comprendan que para Zótimo de Silesia, todo fue un calvario con sus semejantes y una arcadia con los que en nada se nos parecen (si exceptuamos el marrano y el mono, y, si me apuran, la rata). Cuando hayan acabado su lectura, se les hará un nudo (véase la entrada dedicada a ellos en este blog) en la garganta y convertirán a este personaje en un héroe de leyenda para contárselo a sus vástagos y continúe así la tradición de hombre a hombre. Vaya, pues, y sea, la inverosímil historia de Zótimo de Silesia.

"Voy a contar loso una parte de mi etixencia, porque las otras las he oldivado o es mejor no redorcarlas. Fue ennorto a 1979, combata yo unos 16 años, casi doto el pueblo me mallaba Zote, por avrebriar, y también por lama chele. Desde enzontes hasta ahora, que soy ya aniazo, me rerité a los bosques, loso y sin dana más que un ruzón con algo de codima que me dio mi alueba Gertru, un cullicho de monte, que me dio mi dapre y una requilia falimiar con la igamen de san Zótimo (opisbo y mártir), protector de antusguiados y tadaros, amén de grálimas chumas de mi damre y una exñatra soca que me dio mi hernamo (que nació mornal) y llevo 40 años intendanto saber qué ñoco es y no me ha serdivo rapa dana. Marmeche con la cazeba achagada y con el barro entre las nierpas, malcidiendo el día en que nive a tese dojido mundo con esta dojida rata, oblidángome a alemarje de los míos y a frusir las lurbas e intulsos de los medás. Perdido y tuermo de diemo, entoncré una tugra grena y malotienle, de oso ajeño. Quemede allí dordimo y soñando con blablar moco un buen crisniato, de codirro y con la sadiburía del hotesno Sótraques (ése que dijo que loso basía que no basía dana). Duanco desterpé, enmutecido y con un frío de conojes, me moquí lo que mi drame me dio para moquer y me supe a canimar para hacerme una idea de dónde esbata y construir cerca mi vuena y úquina saca. Darté loso unos días: un árbol emorne (creo que era un casñato por sus ravas garlas y sódilas), me busí a la certera (3ª, me se dan jemor los múneros) marra y allí, con marrajes, rabo y tierra húdema, llatos, muplas de párajo y queñepos guirrajos de río, hímece una escepie de cañaba, rapa endenternos, un zocho hudilme, repo serugo y, brose doto, mío y loso mío. Las chones eran penolas y garlas y muy osrucas, no obstante, me fui acosbuntrando y, tras unos semes, insuclo me gusbata... doto sicenlio o, moco chumo, el ulular de los húbos y medás amiñalas de la chone. Por las namañas, iba al rialuecho a cespar y me se bada bien la cespa, así que moquía naso y dotos los días, gocía tamplas y hierjabos (roremo, valanda, motillo y esas socas rapa larde basor a los sigos), trufas y frutas, frutas y trufas (no me se condunfan), rara vez tesas y esrápagos (gesún tenrodapa, brose doto, en privarema y oñoto). El tesro del día lo pabasa yelendo dos libros que me relagó el sadercote del bueplo, La Blibia y un dinicioario itusladro con chumas lapabras que aprendí de meromia, aunque no me aduyaron chumo con la naufa donde dedicí vivir. A lo que voy, que tengo carataras en los ojos y arsotris en las namos. Un día, hacía lacor, chumo lacor, un oso emorne se frobata la esdalpa tronca el contro de mi árbol. Me tembablan las rollidas y me casñateaban los tiendes, el oso me rimó y me blabló en su imioda, y, soca cusiora, endentí lo que me jido. Y el oso me jido en su imioda: "yo que tú haría lo mismo que yo, es para combatir a los piojos y demás parásitos, que son muy tenaces y molestos. No tengas miedo, tengo la andorga llena de salmones y miel. Anda, bájate del árbol y ven conmigo". ¡Drame de Siod! Por fin podía conumimarque con mis no mesejantes, mis no hernamos de granse, con lo aminales de Siod, criarrutas sin zarón ni conciencia (hay tierzas lapabras que gido sin condunfirme, moco los monobílasos y las que nieten las mismas cononsantes). Jabé del árbol y aponcañé a mi vueno agimo, el oso, y encepamos a blabar en su imioda de lo yuso que es el piento (el micla, rieco cedir), de lo hersomo que es el hozironte... en fin, de la diva misma. Repo, demejos blabar al oso que vella en sus neges la sadiburía tival, minelaria y suaquidiniva".
"Sígueme, hermano hombre que a duras penas hablas como los furtivos que por desgracia conozco, y muy bien por cierto, que voy a mostrarte la Vida tal y como fue concebida sin vosotros. Y te harás uno de los nuestros y hablarás nuestro idioma animal y ya no volverás a sentirte como un guiñapo. Mantén los ojos bien abiertos, que lo que vas a contemplar es único y, por lo que veo, no podrás contárselo a nadie, porque menuda disfunción lingüística tienes, condenado."


Y con estas últimas palabras escritas al buen tun tun, Zótimo no dejóse ver en décadas entre los suyos, los humanos, convivió con los animales a los que cuidaba o protegía, si la ocasión así lo propiciaba, conversaba con ellos de cientos de hechos acaecidos en tiempos remotos y disfrutó de una vida plena sin verbos ni adjetivos ni sustantivos ni gaitas. Al hacerse mayor decidió contar en unas breves líneas lo que ustedes han tenido oportunidad de ¿leer?, bajó por el río que da al pueblo que le vio nacer y luego burlarse de él como del asno, diole estas páginas (sacadas de un tronco de abedul en finas láminas) al cura (que era nuevo, joven e inexperto. Soy yo, sin ir más lejos) y aquí me ven siguiendo con la sagrada tradición sacerdotal de cumplir una promesa. Dicho y hecho queda. Gocen y aprendan, si acaso lo logran, que yo tuve para mí, al leer lo escrito por Zósimo, que la condición humana tiene más de condición que de humana, y, dicho sea de paso, me retiré a un monasterio de La Alberca (orden carmelita) donde renové mis votos para dejarme iluminar por esa luz interior y sin ocaso que creo firmemente vio el tal Zótimo de Silesia. Sean ustedes bendecidos y perdonados.

Mi nombre poco importa para esta historia, pero como no carezco de cierta vanidad y soberbia mundanas, firmaré este relato como Frey Metodio (fui militar y me licencié con deshonor el día de san Cirilo y Valentín, de ahí mi nombre de guerra, es decir, de paz soberana). Fiat. Seat. Amen.

P.D. : Si alguien necesitara de traductor, que no se acerque a mí ni en pintura. Haga un puñetero esfuerzo y comprobará cuán ennoblecido queda el espíritu.

lunes, 9 de febrero de 2009

La filosofía de Esparzano y el hallazgo de su hijo Androcles

Llevo dentro de mí el agobiante peso de las riquezas que no he dado a los demás (Rabindranath Tagore)

[Dedicado a mi buen amigo y compañero de palabras y breves pero intensos paseos: R.E.]

Hubo un día un filosófoso de la escuela del Losismo, nacida al albur de la inteligencia emocional y artificial muy en boga en los confusos y erráticos años de Melquíades llamado el Mediano, mientras trabajaba en sus cosas (nunca se ha sabido muy bien qué cosas son esas de los filosófos), con libros por todas partes y en todas las posturas, cerrados y abiertos, encuadernados en piel de cordero o a pelo, en lenguas muertas que evocaban y en lenguas tan vivas que gritaban; cierto olor impregnaba la estancia del hombre allí sentado en su mecedora de ideas y venideas varias, y no era grato al advenedizo ni siquiera al loro que convivía con el filosófo. Se llamaba Anfitrión, el loro, que el filosófo respondía al nombre de Demócrito Esparzano, y eso, si respondía, y no era sordo sino ensimismado, que es bien distinto, Dios lo sabe, y se entretenía con el ruido de la hoja que cae en el otoño durante horas, cuando ya era hojarasca, y así seguía mirando el árbol, la rama, el tronco, y, sobre todo, la hoja, bendita hoja que Esparzano miraba y remiraba. Decía que hubo un día un filósofo...

- ¡Esparzano! Se puede saber qué diantres haces que no vienes a comer, que tengo la mesa puesta desde hace una hora y tengo al chiquillo mordiéndose las uñas! - chillaba la mujer desde la cocina, a cinco metros de la biblioteca sagrada del filósofo.

- Ya voy, mujer, no te impacientes, que las prisas nos aprietan y arrinconan, y de los nervios sólo se pueden sacar dolores y de los dolores... - la interrupción era necesaria, pues la escena que sigue, con la esposa como un basilisco, no es para lectores sensibles. Esparzano obedeció, abstine et sustine (abstente y soporta, era su lema) y ocupó su sitio a la mesa de todos los días (los de la mesa y el sitio, pues que yo sepa nada ha cambiado desde que trabé amistad con el filosófo) y comió las verduras con patatas que con tanto amor y dedicación habíale preparado su casi siempre serena y encantadora mujer, Eloísa (esta vez, sin almendro que valga).

Demócrito, queda dicho, era singularmente despistado, y a su mujer Eloísa eso, aunque pueda parecer extraño, le encantaba, pues, según ella se le ponía un rostro iluminado y grácil, casi infantil y a duras penas no se avalanzaba sobre su esposo para propinarle besos y carantoñas y una invitación al lecho... pero se dominaba, porque de sobra sabía que Esparzano era muy suyo cuando estaba filosofando.

- Es mi trabajo, mujer. Observar, contemplar, meditar y repasar. Y, finalmente, pensar y razonarlo todo. Y así una y otra vez hasta que lo escribo. Sólo entonces, Eloísa amada, repito, sólo entonces, me entregaré a los placeres de la divina Venus.

- Tienes razón, pichurrín (Demócrito se ablandaba enseguida y Eloísa, por supuesto, lo sabía y se aprovechaba), tú trabaja que yo seguiré con la casa y el crío, pero recuerda que siempre que regresas de la alcoba, tu trabajo se vigoriza. Sólo te lo digo, porque, a veces, olvidas muchas cosas que son importantes, querido Demo.

Y con estas palabras, Esparzano quedaba atrapado en los amables brazos de su mujer, ausentándose por largo rato de su menester cotidiano. Volvía, tal y como afirmaba Eloísa, hercúleo y pagado de sí, firme y resolutivo... se encerraba una vez más en su universo privado, al lado de la cocina, a mano izquierda, y escribía sin parar. De cuando en cuando, una miradita al hermoso y recio roble de su huerto, otra al verderón que cantaba entre sus ramas y, ya puestos, al impecable horizonte que le inspiraba.

Fue en uno de estos días, tan claros y sin color definido, días Moby Dick, decía Espartano para sus adentros, cuando entró, por primera vez, el hijo de Demócrito y Eloísa. Androcles, que así se llamaba el zagal, algo tórpido como su padre, y guapo y sonrojado como la madre, había roto el pacto familiar: profanar el templo del conocimiento de Esparzano.

Sorprendido, algo enfadado, pero sin llegar a la cólera, ni siquiera al estupor, Demócrito decidió sonreír al muchacho e invitarle a entrar aún más y que conociera los secretos del padre. El niño, había que verlo para describirlo bien, estaba que no cabía en sí de gozo (aquella estancia privada de su padre, con aquellas reglas tan severas... qué guardaría), se acercó al papaíto y le abrazó. Esparzano, que no creía en los rigores de la educación estricta ni estoica, le subió en brazos y jugueteó un rato con él, haciéndoles bromas y caricias. Cuando creyó llegado el momento de recordarle a Androcles que debía seguir trabajando, se lo hizo saber al chico, pero le permitió quedarse con él en la biblioteca.

- Anda, Andro, coge esas revistas viejas de ahí de la mesilla, y échales un vistazo. En algunas, no todas, la verdad, es una lástima (ya he dicho que se alargaba mucho y le costaba arrancar), hay algún que otro artículo interesante, aunque, definitivamente, no descubro en ellas nada serio como para tormarlo en ídem y consideración, pero, bueno, hijo, puede que a ti te diviertan.

El chaval, ya de suyo muy honesto a pesar de su juventud, le dijo al padre después de unos diez minutos de reloj, muy serio (el chico, no el padre):

- Papaíto, me aburro.

Demócrito empezaba a ponerse nervioso, se levantó, dio algunas vueltas por la habitación, observó, contempló, meditó y repasó y, finalmente, pensó. En otras palabras, se le ocurrió una idea para que su hijo, Androcles, estuviera entretenido, al menos, hasta la cena, para que él pudiera continuar su mamotrético trabajo: cogió tijeras y pegamento que había en la gaveta de su escritorio, arrancó una página de una de las viejas revistas donde estaba dibujado un mapa del mundo, la cortó en muchos pedacitos, y, a manera de puzzle, emplazó al chico a recomponer la figura original.

Al cabo de media hora, Androcles le entregó el mapamundi reconstruido a Esparzano, que, sorprendido por la habilidad de su hijo, que no había estudiado geografía todavía en la escuela, le dijo a bocajarro:

- Pero ¿cómo diablos has logrado hacerlo tan deprisa, si no sabes dónde está ni la Catay ni la Ockahoma; por no saber, todavía no sabes dónde queda la granja de tu abuelo?

El muchacho, tranquilo y sobrio como un cachorro junto a su madre, le respondió:

- Papaíto, yo no sabía cómo era el mundo, ni falta que me hace, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre, a quien sí conozco, y falta que me hace. Así que di la vuelta a los pedazos y comencé a recomponer al hombre. Cuando logré unir todos los recortes, di la vuelta a la hoja, y vi que había arreglado el mundo.

Demócrito Esparzano, entre lágrimas, agarró a su hijo, se lo llevó donde estaba su madre, se lo contó todo tal y como había sucedido y todos empezaron a reír. Aquella noche, embriagadora como pocas, hubo movimiento en la alcoba, y, desde hacía mucho tiempo, hubo risas compartidas, sugerentes y con idioma propio.

Esparzano no volvió más a su trabajo. Después de la lección que su hijo le había dado sin querer, decidió irse a la granja de su padre y trabajar la tierra con sus manos suaves y delicadas de filosófo ensimismado, de la escuela del Losismo, durante los confusos y erráticos años de Melquíades llamado el Mediano.

jueves, 5 de febrero de 2009

La "krustiana" y desalmada historia de Citizen Soig

[NOTA: pronúnciese "Soj" o "Suag", como si se tratara de un esputo]

Allende las eminencias televisivas, surge un animal periodístico de proporciones bíblicas, cuyas alas de gigante como El Albatros de Baudelaire "le impiden caminar" con la soltura y la elegancia propias de los de su clase,
sobre superficies de barro, como las de aquende, es decir, la prensa escrita (cuentan que Dios expulsó primero a un gacetillero del Paraíso antes que a Adán y Eva, por hacer demasiadas preguntas y, sobre todo, por dar demasiadas respuestas). Tal animal, bípedo, para más señas, y con pelo, revuelto y alborotado, según estación, aterrizó, mal y pronto, sobre los ingenuos y mal encarados individuos de LA ENTERADILLA (diario político, económico y religioso, y no siempre en este orden), hordas degeneradas y corruptas procedentes del primer hombre que habitó el Edén y por poco se lo carga. Al peludo y con dos patas se le conoce como Ciudadano Soig. Sea bienvenido, que falta nos hacía un poco de cordura y savoir faire, alguien que penetrara en las seseras vacías de estos rapsodas de la nada y les mostrara la luz envidiosa que emana del conocimiento. Un William Randolph Soig a la altura de los difíciles y penosos momentos que vive el periodismo de hoy.

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No fue fácil para El Ciudadano adaptarse a los cambios que él mismo tenía previsto y aún menos explicarle a la caterva de plumillas, idiotizada por los muchos años de ejercicio de profesión tan absurda como inútil, todas aquellas ideas que bullían en su cabeza como pócimas de bruja y que hacían que su pelo se encrespara y se enrabietara (como el de los gatos cuando se asustan o como el vello de mi antebrazo, tupido y tenaz, al escuchar un aria del ya ausente Carusso); los ojos salíansele de las órbitas (a un paso estuve de escribir "cuencas"), y espumarajos por doquier (como en un TBO). La imagen de aquel pobre hombre, con tantas cargas y un único cargo, daba repelús y un pelín de lástima... pero los días pasan como los cuervos por el bosque, con hambre y ruido, y todo aquello se tornó fea lid en un campo de agramante (akeldama, en arameo, donde dicen que murió Judas el Iscariote. Y lo menciono, porque el del beso traidor y las monedas de plata, se reencarna siempre, cada cierto tiempo, según situación y época históricas, en un hombre con ínfulas de grande, que hace de las suyas, sin poder ni querer evitarlo, dejando tras de sí una estela y un tufillo de hijo de puta rampante y altivo). Los contendientes, como no podía ser de otra forma, fueron el susodicho y carismático Soig y toda su hueste de apestados tiralevitas y juntasílabas, y los penosos y medianos Hermes de hoy en día, entre los que me incluyo (me incluí, entonces) por no haber otra especie que me acogiera y alimentar.

Meses duró la batalla, fría y silenciosa como azor sobre la liebre; algunos cayeron antes casi de empezar la refriega, otros abandonaron (pasándose al enemigo con información valiosa), poniendo cara de haber roto toda una vajilla de porcelana, herencia de la abuela; muchos aliviaban sus penas y dolores con el caldo que embriaga, de entre éstos, unos conversaban, peripatéticos, filosofando sobre la condición humana y el arte de la guerra... y, finalmente, los más aguerridos (héroes siempre ingenuos pero muy capaces) se lanzaban como moscas al parabrisas del coche fantástico del señor Soig y sus secuaces.

Como suele pasar en estas breves pero intensas pequeñas historias, la Historia acongoja con su sombra estilizada y manifiesta, ayudando no poco (como el crudo invierno a los rusos en sus peleas con franceses y alemanes, según daba o recibían) a uno de los ya hartos combatientes. Soig y sus muchachos, amparados por una crisis financiera de aúpa, un miedo de empresario (que debiera estar descrito y clasificado en los manuales de paranoia colectiva) y una mala hostia, malos modales y puñaladas esquineras varias y certeras (congénitos en algunos seres encrespados y con la sangre corrompida) lograron acabar con la débil resistencia de unos pocos ilusos y mal pagados (había que verles, con su hacha de guerra medio rota, unas arengas de militar curtido y estrategias de andar por casa, de ésas que si se tiran a la basura, nadie dice ni mu), saliéronse con la suya (que nunca es nuestra, vaya por Dios) y, sin comerlo ni beberlo, se rejuntaron (Dios los cría y... ya se sabe) como la mancebía o la cohabitación francesa, e hicieron de su capa un sayo, se pusieron LA ENTERADILLA por montera, camparon por sus respetos y no dijeron esta boca es mía.

Los vencidos (Vae victis) se desperdigaron: huyeron unos a la aldea familiar, donde serían acogidos con recelo (el dinero es el dinero), otros guardaron como la hormiga y sobrevivieron con menos, pero lo hicieron; y los más, como la cantarina y cantamañanas cigarra, creyendo que todo es verano (o el monte, orégano, o lo que reluce, oro) dilapidaron su escasa fortuna y en manos del Destino quedaron.
Lástima da verlos ahora, por las calles semidesiertas, hambrientos, y mendigando nóminas y contratos (sin trato, también) indefinidos.
Ciudadano Soig y sus correligionarios viven felices, comiendo perdices y cogiéndose cogorzas de bávaros y cosacos juntos, riéndose a carcajada limpia y repartiéndose las migajas que la lucha fue dejando, con más pena que gloria, mas vencedores al fin, gritan el nombre de su líder, aunque no sepan pronunciarlo, elevan preces al Señor, su Dios, y claman con lágrimas gordas tiempos pretéritos para recibir mejor los que quedan por venir.
¡Tres hurras por Citizen Soig! ¡Hip, hip, hurra! Y así, otras dos.

lunes, 2 de febrero de 2009

Saloma bravía


[Habla el marinero]

"Yo que anduve sobre las aguas, menudo elemento,
me dispongo a traerme los vientos de mañana,
al hogar de siempre: mi infancia de Navarra.
Que nada tuve y con nada me viajo a la Nada.
Nadie diga que se hundió mi quilla, ni en broma,
ni en rémora me lo digan, ni aun de veras,
que soy y fui Gabino y no se me caen las anclas.

*****

Soy un aristócrata del mar, pero del mar travieso,
mi nobleza está grabada sobre el trinquete,
y la mesana es fiel testigo de mi alma (mal) gastada.
Sólo las huellas en la amurada sobrecogida
invocan mi nombre cuando la galerna amenaza.

*****

Estoy a punto de irme, a punto y dispuesto,
no sin antes entregar la nostalgia y el miedo.
No sin antes bramar con sangre y sin despecho,
a las noches aciagas que me nacieron entero.

*****

Sólo me envanecen los amigos que tuve y tengo:
La pasajera tripulación de mi coraza de proa.
con la popa no me entiendo y su estela me lacera,
la mirada agaviotada y a la deriva blanca.

*****

Tengo tantas dársenas y pantalanes y radas
en las roídas rodillas, que me tamborilean
los recuerdos y se me abren de nuevo las llagas:
(El terral levantaba las faldas de las mujeres que no amé
Amé tantas mujeres que no me amaron siempre.
Amé tanto y para nada o fue todo y me equivoqué.).

*****

El malecón hacía aguas a mi paso, malecón de piedra.
Los muertos danzaban con el vaivén de mi ausencia.
Yo siempre volvía, siempre que me devolvieran,
siempre que me llamaran, siempre y a toda vela.

*****

¿Habéis mirado alguna vez las turbias aguas, densas,
vertiginosas del vertizonte inquieto, inquietante?
hay que aferrarse a la invertida nostalgia,
verterse como una lágrima tiránica y antigua,
derramarse sin tregua como la sangre primera,
chasquear la lengua, pedir custodia a los ojos,
hincar los huecos y rehendijas del ánimo,
gritar adiós y volverse sobre sí mismo
y hasta siempre.

*****

Lo supo la mar que tanto sabe, tiene y guarda.
La mar que despedí desde mi butaca.
La mar, ¡qué mar!, a mar huelen mis huesos,
polvareda viajera que se arrastra."


[Lástima que todo este poema que fue escrito con admiración, se haya hundido en las pelágicas aguas del desprecio. Era mejor en el océano que en tierra; este hombre firme y seguro de sí, torció su noble gesto cuando llegó a puerto y se quedó allí y allí trabó amistad con otro hombre de lealtad inquebrantable, de abrazo y palabras sinceros, que no aparece en los versos, pero que, en cierta forma, navega sobre ellos, con más rumbo y gobierno que cualquier maniobra del aquí retratado. Lástima y adiós, viejo, que te vaya bonito (del norte, faltaría más).]

A 'Tres Jotas', el durmiente alado, que se sueña


Me llamo John: soy un niño y me sueño.
Todas las noches me sueño, John niño.
Tengo alas de blancas olas y solas en vaivén.
Mi vuelo es luciérnaga que avisa al vigilante,
avisa que paso, de paso saludo, de paso.

*****

Nada me estorba ni me enturbia;
la anciana negra me acoge y me regresa,
todavía niño y entero, casi ya hombre:
me entretengo con mis verbos caminos,
me recorro inquieto y me devuelvo dormido.

*****

Y... aunque sé volar, me aterran las nubes,
y... aunque sé quedarme, me despego y me lanzo
... ay, y me despierto... tan con ganas,
tan con tanto, tan contento. Grito y me rebelo.
Mi nombre es John, soy un niño, y me sueño,
siempre me sueño niño, niño John, niño.

[Éste que llamo John, mi ahijado Tres Jotas (Three Js), hijo de mi mejor amigo y aliado en la vida (también en la literatura), logró que recuperara mi fe en la VIDA. Su sonrisa contagiosa, sus ganas de ser y estar en el mundo, sus peculiares sueños dieron alas a estos sencillos y honestos versos. Va por ti, John, amigo mío.]