En nuestra condición humana (no iba a ser elefantíaca), el olvido y la ingratitud se hacen hueco en nuestra alma errante y nos pone en la picota de los días para sacarnos los colores, aunque se le da un ardite al hombre, pues acostumbrado como está al ridículo, al bochorno y la supina estupidez, tira tieso y egoísta por donde Dios le guiñó un ojo.
Que no omita yo, caigan sobre mí diez maldiciones gitanas si así fuere, la lavadora. Yo crecí viendo a mi madre frotando en una pila de cemento la ropa que íbamos dejando en el cestillo de mimbre, como quien da limosna, con la espalda gritando de dolor, en silencio para que no se enteren los brazos que trabajan. Cuando llegó la lavadora (Newman de marca, que nos recordaba a todos al bello, finado y sólido actor del Hollywood), mi madre se mostró distante y algo incrédula, pero luego de ver su eficacia, su rapidez, su comodidad y su larga vida, échose a llorar por la bendición, y rezó un rosario entero, que se dice pronto, mientras contemplaba el rodillo girar y girar. Más adelante, vinieron como por ensalmo y de seguido, la cafetera, la licuadora, el exprimelimones, el cuchillo trinchador (a éste tendría que escribirle toda una entrada dedicada a objetos inútiles, al lado de la maquinilla de liar cigarros o la menos asombrosa por ineficaz terapia psiquiátrica) y, finalmente, el lavavajillas, que mi madre rechazó por considerar que era para vagos (en realidad utilizó el femenino, qué le vamos a hacer, eran los tiempos) y zafios de varia jaez. Os emplazo a echar un vistazo por casa y descubrir cuán agradable se nos hace la estancia, mientras trabajan por nosotros los cacharros de toda la vida, olvidados, algunos semirrotos, avejentados y sin quejarse, esperando ser sustituidos en cuanto no funcionen (como se hacía con los esclavos negros no hace mucho y sé de buena tinta se sigue haciendo). Sirva este largo párrafo de homenaje póstumo, o, cuando menos, tardío. ¡Qué hubiera hecho yo sin el barbiquí que me taladra o la gramola que me alivia el sendero!
Que no omita yo, caigan sobre mí diez maldiciones gitanas si así fuere, la lavadora. Yo crecí viendo a mi madre frotando en una pila de cemento la ropa que íbamos dejando en el cestillo de mimbre, como quien da limosna, con la espalda gritando de dolor, en silencio para que no se enteren los brazos que trabajan. Cuando llegó la lavadora (Newman de marca, que nos recordaba a todos al bello, finado y sólido actor del Hollywood), mi madre se mostró distante y algo incrédula, pero luego de ver su eficacia, su rapidez, su comodidad y su larga vida, échose a llorar por la bendición, y rezó un rosario entero, que se dice pronto, mientras contemplaba el rodillo girar y girar. Más adelante, vinieron como por ensalmo y de seguido, la cafetera, la licuadora, el exprimelimones, el cuchillo trinchador (a éste tendría que escribirle toda una entrada dedicada a objetos inútiles, al lado de la maquinilla de liar cigarros o la menos asombrosa por ineficaz terapia psiquiátrica) y, finalmente, el lavavajillas, que mi madre rechazó por considerar que era para vagos (en realidad utilizó el femenino, qué le vamos a hacer, eran los tiempos) y zafios de varia jaez. Os emplazo a echar un vistazo por casa y descubrir cuán agradable se nos hace la estancia, mientras trabajan por nosotros los cacharros de toda la vida, olvidados, algunos semirrotos, avejentados y sin quejarse, esperando ser sustituidos en cuanto no funcionen (como se hacía con los esclavos negros no hace mucho y sé de buena tinta se sigue haciendo). Sirva este largo párrafo de homenaje póstumo, o, cuando menos, tardío. ¡Qué hubiera hecho yo sin el barbiquí que me taladra o la gramola que me alivia el sendero!