Una clara mañana, en que andaba yo entretenido con algunas hierbas del jardín, clasificándolas según Linneo (esto es, a mi antojo y en manojo), pasó como una exhalación un hombrecillo que no levantaba del suelo ni 5 pies (salvo los dos que le servían de armadura para andar, ya saben), resollaba como un caballo después de una galopada exhibicionista, y hablaba como si fuera a perder el don de la palabra en cualquier momento. Yo, que de por sí soy despistadillo y algo acojonado por un quítame allá esas pajas (cobarde, que suena y dice mejor), me encogí de hombros, me pegué la barbilla aperillada al pecho en señal de sumisión, como sé que hacen algunos animales vecinos míos cuando viene el guarda ciudadano, y esperé a que pasara aquella tormenta humana, verborreica y colérica como pocas veces había visto (mi madre, en un par de ocasiones y a la desesperada). Y pasó. Vaya si pasó. De repente, lo que antes no había sido sino un torrente de ira y angustia, todo mezclado, como la memoria y el deseo de Elliot, de indignación y orgullo pisoteado, ahora era un devenir. Y ustedes se preguntarán qué es un devenir en este contexto. Pues yo se lo explicaré encantado, que para eso estamos en este oficio sin maestro ni maestría. Aquel señor bajito y malhumorado, por nombre Orson, de apellido Tell, se calmó. Como lo hace una madre jabalí cuando contempla a sus jabatos lejos del peligro, o como he visto que acostumbran algunos bebés cuando la madre mamífera les da su calostro. [Sí, lo sé, amigo Carioco, hace tiempo que tenía que haber llegado donde me propuse, pero... ¿y si lo que me propuse fuera esto que lees?]. Vuelvo a decirlo, por si se lo han perdido (me los imagino yendo al servicio, como sé que hacen cuando ven la televisión y ponen anuncios): Orson Tell se calmó y lo hizo de súbito, que de cúbito no podía por una lesión antigua y penosa.
Hasta aquí mi encontronazo con este personaje tan real como el tordo que acabo de ver pasar por el tejado de mi casa. Mañana les cuento la historia no tan real de Orson Tell que me fue dado conocer de viva voz por el mentado, con aspavientos propios de un cantante de ópera. Lo dicho, hasta mañana.