jueves, 14 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte I)

Sólo aquellos que sonríen después de toda una vida, han comprendido el sencillo misterio y sonríen porque se lo llevan a la tumba

Hubo un hombre, en mis recuerdos soñado, que, en sueños solía reírse... quizá de sí mismo y de lo ya vivido, o quizá de lo que viviría una vez despertara. Nunca se sabrá, pues, ¿quién, entre vosotros, humildes lectores, ha logrado reconstruir con la despejada mente del amanecer el extraordinario y misterioso puzzle que el subsconciente crea y recrea para deleite de los traviesos soñadores de hombres? [¡Vaya preguntita me he marcado, con dos pares! ¡Qué tendrá mi retorcida inteligencia -o qué no tendrá, dirán algunos amigos de lo ajeno- que no se conforma con una oración principal y otra subordinada!]
Hubo un hombre, decía, que se reía en sueños como quien lo hace en la vigilia. Tenemos noticia y constancia de tal y asombroso hecho por la esposa, que aún vive, Dios le guarde la memoria y al finado esposo en su gloria. Doña Antonia, de natural encogido y tímido, se soltaba cuando hablaba de su difunto, a quien amaba por encima y por debajo, incluso de lado, si preciso fuera, y lo hacía con claridad y desparpajo, no omitiendo detalles íntimos que ruborizarían a jenízaros y mogoles después de sangrienta batalla.
El matrimonio Estévanez, la ya mentada Antonia y el sonriente soñador Isidro, duró lo que dura media centuria, bodas doradas celebradas por todo lo alto en el bajo de la parroquia que los vio contraer nupcias y estómago, aunque no con el mismo sacerdote, que al primero se lo llevó la porfiria. El segundo, don Indalecio, joven paulino de 73 años, a punto del retiro obligado, dijo al concluir la ceremonia: "¡Vaya par de tortolitos estos Estévanez! Si por mí fuera, los casaría todos los días. A mí me da que la luna de miel les ha durado hasta hoy. La ciencia es que avanza una barbaridad". No hubo tiempo para preguntarle al párroco el gozoso significado de sus últimas palabras (las de la frase que pronunció, caramba, que el Indalecio de nuestra historia aún habría de durarnos un lustro, pero ya de eminente emérito, con destino al monasterio carmelita de las Batuecas).
A esos cincuenta años hay que añadirles dos más, los que permaneció vigilante y durmiente, según uno se levante o se acueste, nuestro Isidro. Cincuenta y dos años sin hijos, aunque también sin apenas dineros, ni parientes conocidos, ni viajes (salvo uno al pueblo de la mujer, Antonia, por motivos de herencia que no heredó, hace ya tanto que el pueblo tiene otro nombre), poco más de medio siglo en el mundo, juntos y también algo revueltos, dedicados a nutrir sus vidas con el amor y devoción de inexpertos enamorados, paseando de la mano por los castañares y robledales de Zarzalejos (pueblo de España, en la raya íbera, bañado por el Tajo y una luz atlántica que para sí quisieran los brumosos y tristes pueblos del norte), practicando carantoñas y caricias y risas que luego perfeccionarían en la intimidad del hogar.
Isidro era fraguador, herrero de vocación desde que vio de niño el cuadro velazqueño de Vulcano y sus muchachos, sudorosos y hercúleos, atizando con el silencioso martillo el sin queja yunque ni lágrima. A los 12 años entró de aprendiz a la herrería de don Eufrosio, que lo trató como lo que era, un ganapán atento y dispuesto. Depuró la técnica hasta el punto de hacer cerrajes con filigrana, siendo muy celebradas años más tarde, las verjas con motivos florales y las cancelas jónicas. Cuando contaba la edad de 19 años, chaparro pero elegante, ceremonioso y algo pisaverde, yendo de camino a la misa de 12, topóse con la joven y hermosa Antoñita, acompañada de su hermana mayor, bastante mayor para ser hermana -decían las malas y descaradas lenguas-, bella también aunque fría. Al pasar junto a aquella pareja de hermanas, elevó una sonrisa a los cielos como quien eleva una plegaria, de hecho fue plegaria aquella sonrisa pues pedía con todas sus fuerzas que la tierna Antonia le devolviera la plegaria, quiero decir la sonrisa. Como así fue, y una brisa de mediodía tumbó la desdicha y la desgana, y la desidia... hasta la homilia de quien fuera ministro de aquella iglesia, el de la porfiria, se hizo grata y dulce y todo el pueblo, menos uno (siempre hay uno en el pueblo que lleva la contraria) celebró aquel día, que terminó entrada la noche, con una espontánea romería a la ermita de la Virgen de Loreto, tan improvisada que a nadie se le ocurrió llevar comida ni pertechos para la campestre campaña, por no llevar no llevaron al menos uno, que quedóse en el pueblo, solo y regañado como el perro atado y sin comer. No importó, que ya hubo quien se encargó de pescar del caudaloso río, decenas de tencas, y otro y alguno más, recogió frutas y níscalos tardíos, y el agua no habría de faltar, pues corría saludable y nemorosa a raudales. ¡Qué fiesta aquella sin fiesta alguna que celebrar! ¡Qué dichoso domingo romero en que el arrogante herrero Isidro y la preciosa Antonia se conocieron para nunca más separarse!

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Como viene siendo habitual en estas historias blogueras, me tomo un descanso de varios días hasta que retome donde lo dejé, si la pereza me lo permite. Y si no, disculpen las molestias o, mejor, culpen al molesto, que es más fácil y desfoga más.