jueves, 11 de junio de 2009

Cascotes, escombros y ripios

Raro es el día en que no pienso en escribir una novela, pero no una una novela cualquiera, ¡qué va!, tiene que ser "la gran novela"... la jodida y siempre sin principio gran novela de los c... Perdonen el arrebato, es una forma de decirme que la pereza o la tibieza en el ánimo son los peores enemigos de un escritor. Si lo piensan bien son los peores enemigos de cualquier hazaña (literaria, épica o, sencillamente, romántica).
Ustedes dirán no sin cierta razón: "Pero ¿qué hace este tipo contándome lo que le cuesta escribir en lugar de ponerse a escribir?" Y mi respuesta, como es habitual en estos casos, es una mezcla de desprecio hacia quienes no comprenden ni tienen un punto de necesaria piedad, y grosería (esta es la segunda parte de la mezcla antes mencionada) aplastante y diáfana. Así que no me enfanden que me enfado (así de siemple es mi personalidad).

Cuando era joven, la idea de dedicarme a escribir no pasaba de ser una ínfula añadida a otras que configuraban lo que yo creía era o debía ser. En otras palabras, era pura fachada e insatisfecha leyenda. Con ese bagaje parecía improbable que escribiera poco más que unos versos nocheros y ebrios, un punto malditos y siempre indóciles; la inercia con que uno continuaba el viaje a pesar de haber perdido el rumbo y el mapa que le servía de pésima guía es la misma de quien estudia, trabaja, se casa, tiene hijos y forma una familia (hoy en día, la cascada sigue: se divorcia, pasa una pensión, se deprime, va al psiquiatra para luego volverse a casar y así hasta la emérita jubilación vital); en principio, todos creen hacer lo correcto o lo justo o lo debido o lo necesario, o, simplemente, el efecto Vicente (ya saben, "donde va la gente..."), se preparan para ello concienzudamente unos, apasionadamente otros, y los más, con cierta desidia e inconsecuencia; luego, en llegando a la madurez, uno goza de cierto privilegio recóndito que sale a la luz para repasar lo acontecido hasta la fecha. Algunos hacen uso de él con rabia, no perdonándole al padre o a la madre o a ambos ni la opulencia ni la ausencia, ni la sangre ni la tradición; otros miran atrás como alelados y amnésicos, enmudecidos en un grito más antiguo e inmortal que ellos. Otros enmiendan o parchean y siguen adelante. Y, al fin, están los que utilizan este privilegio para construir un frágil o sólido puente entre lo que uno ha vivido y lo que le queda por vivir. Hay una minoría -no selecta, no se hagan ilusiones-, casi excepción (en la que, vaya por Dios, me incluyen, que si fuera por mí salía disparado) que aun teniendo dicho privilegio (el mismo de antes, coño) no saben para qué sirve ni cómo se utiliza (como el derecho al voto, por ejemplo) y hacen de su existencia o de su existir, una acracia sin sentido, viendo venir las hostias como quien se sienta cerca de la orilla del mar con marea baja y espera que no le salpiquen las olas. De éstos hay que huir como de la peste (o gripe A, que hay que modernizar los dichos), sobre todo si uno está aquejado de ese mal que consiste en diseñar una soberbia torre apuntando al cielo, coloca un par de piedras a manera de inauguración y luego se va de copas con los de su especie pero no de su condición. La torre nunca se desmorona porque nunca termina de construirse; sigue señalando al olimpo o a la arcadia, pero como lo hace la flecha que no se lanza o la mirada de un hombre sin fe. Lo que queda son ruinas sin haber sido antes numancias, escombros sin obra ni batalla, ripios que nunca fueron muros (o versos silenciosos escritos al alba): una vida en cascotes derrumbada como las almenas descolladas por un viento egoísta o un presagio sin prodigio. VALE