Defínese "arrepío", según el Diccionario de Palabrejos y Estrambóticos, como "arrebato o arte de pasar de un estado de calma encomiable a otro de basilisco como alma que se lleva el diablo. Hay veces que se vuelve y otras que no. Vaya por Dios".
Facundo era de natural quedo tirando a bobalicón, con esa mirada tan característica de los que se han pasado horas librando una ardua batalla por dar con la palabra adecuada para cada momento. Barba de tres días y medio, hirsuta y republicana (a tres bandas y colores). Las manos como de "por tu madre, no me des un guantazo, que me reviras pá dentro", patizambo y con un andar de estornino despistado. Hablar, hablaba poco y cuando lo hacía, lo hacía para pedir... un café, confesión al padre Eustaquio, prestado y, de vez en cuando, cuando la ocasión era propicia (todos los martes, dios mediante), una manuela a la prima Obdulia (todo queda en casa), que era menesterosa y muy limpia.
Teníase por cierto que Facundo, a la edad de trece años, fue mordido por una gineta (animal dócil donde los haya, tímido y curioso, pero en absoluto regañado a la manera de los cimarrones); al volver a casa, el padre, que respondía al apodo de "Barrabar" (hagan un esfuerzo y comprenderán por qué) le mejoró la autoestima al pobre infante con un soberbio pasagonzalo y unas palabras ininteligibles para la especie humana (recuerden los globos del gran Ibáñez en las viñetas de "Mortadelo y Filemón", y se harán una idea de lo que le dijo). La mordida del vivérrido dejó a Facundo aturdido unos días (también ayudó el hostiazo del tierno "Barrabar") y, desde entonces, ya recuperado del susto, el punzante dolor y la sacudida en el adolescente orgullo, Facundo nunca fue el mismo y empezó a parecerse al personajillo descrito líneas más arriba.
No respondía a pregunta alguna, a no ser que fuera sobre nombres de cirros (todos inventados, por cierto) de los que era un maestro (mejor, el maestro, que no hay nadie que sepa de estas cosas de nubes, ni siquiera la nefeleyeretis del pueblo, la anciana Elvira). Llamaba a la nube en forma de coma, "virga" y a la rayada turbulenta y acristalada, "albedo". Tenía, además, por costumbre, a la manera de Diógenes de Laercio, recolectar cachivaches de variado jaez: cabellos de personas alcanzadas por un rayo (muy frecuente por estos vientos), cortezas de árboles muertos, cadáveres de bichos (en especial de hormigas y procesionarias) y hasta -ya hay que ser raro, coño- aguas residuales que guardaba en botes para hacer mejunjes de alquimista y luego bebía con denodado estoicismo todas las mañanas antes de emprender sus rocambolescas caminatas.
Todo esto viene a cuento del arrepío que da título a este recordatorio. Como los años transcurrían sin permiso y a toda leche, Facundo fue perdiendo las maneras (que eran pocas, para qué engañarnos), sin darse apenas cuenta y sin importarle una higa, llegando a un punto que ni los perros ni gatos se le acercaban (el olor corporal era muy suyo, de hecho, no se conocía otro igual). Una tarde, harto de culos de vino que la parroquia le dejaba por misericordia de borrachos (no olvidemos el brebaje matinal del que hablaba antes), se produjo el hecho insólito, el susodicho arrepío, sin previo aviso, sin presunta razón, sin habeas corpus y, ya puestos, sin motivo. Facundo se estiró casi un palmo, se alisó el poco pelo que le quedaba con la saliva (como hacía su madre cuando niño para adecentarle el aspecto), se arremangó, mostrando las escarpias en los antebrazos, cogió carrerilla y le hizo un hijo a la prima Obdulia en menos que canta un gallo. Satisfecho y con la conciencia de un cuco, se tiró para el monte y no se le volvió a ver hasta pasados dos lustros, como dos soles. Bajose hasta la casa de la tenida prima, le espetó dos besos en los carrillos, preguntó por su vástago, le vio y reconociole. Derramó dos parcas lágrimas y se lo llevó de paseo, para desconcierto de toda la villa, orgulloso, viril, incluso amenazante, y ya desde la plaza Mayor se dirigió a propios y extraños con estas propias y extrañas palabras:
"Soy Facundo, el del arrepío, y vengo a pediros que cuidéis de este mi retoño (el niño, al que Obdulia había bautizado con el nombre de Renato, estaba casi ido, con un acojono de no te menees) y le mostréis el debido respeto que a mí me negasteis. Como me entere (y me enteraré) de que no cumplís con esto que os reclamo, me bajo otra vez del monte y me lío a tiros, empezando por usted, padre, y terminando con el otro padre, el Eustaquio. Por la bendita gineta que me mordió, lo juro." Y fuese, sin arrepío, temeroso de Dios, con las manos atrás, cruzadas, mirando al cielo carnavalesco, desvergonzado y suelto como quien cambia su destino.
Teníase por cierto que Facundo, a la edad de trece años, fue mordido por una gineta (animal dócil donde los haya, tímido y curioso, pero en absoluto regañado a la manera de los cimarrones); al volver a casa, el padre, que respondía al apodo de "Barrabar" (hagan un esfuerzo y comprenderán por qué) le mejoró la autoestima al pobre infante con un soberbio pasagonzalo y unas palabras ininteligibles para la especie humana (recuerden los globos del gran Ibáñez en las viñetas de "Mortadelo y Filemón", y se harán una idea de lo que le dijo). La mordida del vivérrido dejó a Facundo aturdido unos días (también ayudó el hostiazo del tierno "Barrabar") y, desde entonces, ya recuperado del susto, el punzante dolor y la sacudida en el adolescente orgullo, Facundo nunca fue el mismo y empezó a parecerse al personajillo descrito líneas más arriba.
No respondía a pregunta alguna, a no ser que fuera sobre nombres de cirros (todos inventados, por cierto) de los que era un maestro (mejor, el maestro, que no hay nadie que sepa de estas cosas de nubes, ni siquiera la nefeleyeretis del pueblo, la anciana Elvira). Llamaba a la nube en forma de coma, "virga" y a la rayada turbulenta y acristalada, "albedo". Tenía, además, por costumbre, a la manera de Diógenes de Laercio, recolectar cachivaches de variado jaez: cabellos de personas alcanzadas por un rayo (muy frecuente por estos vientos), cortezas de árboles muertos, cadáveres de bichos (en especial de hormigas y procesionarias) y hasta -ya hay que ser raro, coño- aguas residuales que guardaba en botes para hacer mejunjes de alquimista y luego bebía con denodado estoicismo todas las mañanas antes de emprender sus rocambolescas caminatas.
Todo esto viene a cuento del arrepío que da título a este recordatorio. Como los años transcurrían sin permiso y a toda leche, Facundo fue perdiendo las maneras (que eran pocas, para qué engañarnos), sin darse apenas cuenta y sin importarle una higa, llegando a un punto que ni los perros ni gatos se le acercaban (el olor corporal era muy suyo, de hecho, no se conocía otro igual). Una tarde, harto de culos de vino que la parroquia le dejaba por misericordia de borrachos (no olvidemos el brebaje matinal del que hablaba antes), se produjo el hecho insólito, el susodicho arrepío, sin previo aviso, sin presunta razón, sin habeas corpus y, ya puestos, sin motivo. Facundo se estiró casi un palmo, se alisó el poco pelo que le quedaba con la saliva (como hacía su madre cuando niño para adecentarle el aspecto), se arremangó, mostrando las escarpias en los antebrazos, cogió carrerilla y le hizo un hijo a la prima Obdulia en menos que canta un gallo. Satisfecho y con la conciencia de un cuco, se tiró para el monte y no se le volvió a ver hasta pasados dos lustros, como dos soles. Bajose hasta la casa de la tenida prima, le espetó dos besos en los carrillos, preguntó por su vástago, le vio y reconociole. Derramó dos parcas lágrimas y se lo llevó de paseo, para desconcierto de toda la villa, orgulloso, viril, incluso amenazante, y ya desde la plaza Mayor se dirigió a propios y extraños con estas propias y extrañas palabras:
"Soy Facundo, el del arrepío, y vengo a pediros que cuidéis de este mi retoño (el niño, al que Obdulia había bautizado con el nombre de Renato, estaba casi ido, con un acojono de no te menees) y le mostréis el debido respeto que a mí me negasteis. Como me entere (y me enteraré) de que no cumplís con esto que os reclamo, me bajo otra vez del monte y me lío a tiros, empezando por usted, padre, y terminando con el otro padre, el Eustaquio. Por la bendita gineta que me mordió, lo juro." Y fuese, sin arrepío, temeroso de Dios, con las manos atrás, cruzadas, mirando al cielo carnavalesco, desvergonzado y suelto como quien cambia su destino.