Ante la masiva respuesta que ha sucitado mi anterior entrada, y en modo alguno puede ser considerada -la respuesta- ni grata ni gratificante, sólo me queda pedir disculpas o rendir cuentas. Siendo lo primero bastante sencillo, lo segundo es como los mitos de Sísifo y de Prometeo juntos. Pues, ¿puede alguien de alma noble y corazón humilde decirme si al rendir cuentas ante los hombres o ante al Altísimo, no ha sentido un escalofrío en la cerviz como si fuera a ser decapitado por una salvaje y certera espada?
Errático, como de costumbre, socarrón a ratos y confundido siempre, mi idea de la esperanza, nacida al albur de mis metódicas aunque romas lecturas de la obra de Gabriel Marcel, se ahogó en su propio vómito verborreico y petulante para acabar siendo pasto de filósofos buitres y carroñeros místicos sin escrúpulos (aunque parezcan insultos, sólo pretendo figurarme a los maestros metafísicos alimentándose de mis errores e inútiles observaciones).
Rendir cuentas como quien rinde plaza (véase la anterior y poco triunfante entrada) consiste sobre todo en una valiente autoestima (entendida como los antiguos lo hacían, contemplarse con todo el acervo que uno es, hace y representa, y no como en nuestros días que a cualquier chiquillo con ínfulas de hombre le decimos sin ton ni son que la autoestima es poco menos que ser, hacer y representar una jodida y estúpida etiqueta ante los demás, por ver si somos aceptados, comprendidos y amados... ¡Vaya por Dios!). Reconocer no sólo el error -a gritos voceado por las calles y plazas-, no sólo enmendarlo o intentar corregirlo, también, y, especialmente, dejarse re-coger (los despojos que aún quedan y las sobras que uno es) por el rastrillo de Dios, entregarse en alma y cuerpo a la meditación y, si cabe y se sabe, a la oración. Únicamente así entiendo yo la expresión "rendir cuentas". Por ello, desde esta misma mañana me he dedicado a escuchar el hermoso y contundente silencio de Dios... y sólo Dios sabe en qué acabará todo esto.
La esperanza es la virtud por la cual uno no se regodea en el dolor ni la angustia, ni se baña en las lastimeras aguas del "me acuso", la esperanza es vencer al miedo a vivir y, por curiosa extensión, VIVIR, con todo lo que ello implica, con ESPERANZA.
Espero que mis lectores, que se cuentan por miles como las amenazadoras legiones que se citan en las Sagradas Escrituras, reciban mis excusas no como quien se acusa, sino como quien se supera y se proyecta en los otros, mis hermanos y semejantes. Gracias y adiós.
Rendir cuentas como quien rinde plaza (véase la anterior y poco triunfante entrada) consiste sobre todo en una valiente autoestima (entendida como los antiguos lo hacían, contemplarse con todo el acervo que uno es, hace y representa, y no como en nuestros días que a cualquier chiquillo con ínfulas de hombre le decimos sin ton ni son que la autoestima es poco menos que ser, hacer y representar una jodida y estúpida etiqueta ante los demás, por ver si somos aceptados, comprendidos y amados... ¡Vaya por Dios!). Reconocer no sólo el error -a gritos voceado por las calles y plazas-, no sólo enmendarlo o intentar corregirlo, también, y, especialmente, dejarse re-coger (los despojos que aún quedan y las sobras que uno es) por el rastrillo de Dios, entregarse en alma y cuerpo a la meditación y, si cabe y se sabe, a la oración. Únicamente así entiendo yo la expresión "rendir cuentas". Por ello, desde esta misma mañana me he dedicado a escuchar el hermoso y contundente silencio de Dios... y sólo Dios sabe en qué acabará todo esto.
La esperanza es la virtud por la cual uno no se regodea en el dolor ni la angustia, ni se baña en las lastimeras aguas del "me acuso", la esperanza es vencer al miedo a vivir y, por curiosa extensión, VIVIR, con todo lo que ello implica, con ESPERANZA.
Espero que mis lectores, que se cuentan por miles como las amenazadoras legiones que se citan en las Sagradas Escrituras, reciban mis excusas no como quien se acusa, sino como quien se supera y se proyecta en los otros, mis hermanos y semejantes. Gracias y adiós.