Hace miles de años, una criatura fea de narices -y otras partes que se omiten con la esperanza de cambiar el rumbo de las palabrotas de una vez por todas- tenía la también fea costumbre de resurgir de sus cenizas, convertirse en un gusano y crecer hasta hacerse una y otra vez el ave que conocemos como Fénix. Pues bien, hasta aquí, y muy resumida, la historia mil veces contada de este travieso pajarraco que ha servido a fiolósofos, escritores, e, incluso, periodistas e intelectuales a dedo, políticos de medio pelo y amos de casa, para elaborar sus finísimos discursos, hirientes algunos, dadivosos otros, los más, inútiles y un mucho arrogantes. El caso que me trae a estas páginas (amén de mi deber de inocular en mis lectores un poco de la sabiduría que poseo) es la aparición de Metrodoro de Chío, personaje que afirma ser el Ave Fénix, en su trillonésima resurrección. Nacido a orillas del Helesponto, muy cerca de la ciudad desaparecida de Dardanos, muy pronto destacó como desplumador de pollos, insólita y temprana habilidad que le valió el sobrenombre del Polluelo y un ascenso en la jerarquía social, haciéndose valer en el duro oficio de juntapiedras (arte remoto y ya arruinado que consistía en reunir rocas de todo tamaño, forma y condición y colocarlas en diferentes lugares para despistar a los futuros antropólogos y especialistas en geología). En una de éstas, Metrodoro arrancó con sus propias manos (en aquellos tiempos, las extremidades de los hombres se ajustaban más a las tallas de las cosas que le rodeaban) dos farallones del Egeo, solitarios, que se miraban de reojo y con malas costras, y los colocó juntos (de ahí el nombre del oficio antes mencionado) en forma de abrazo fraterno sobre una eminencia que llamaron Dardanelos (tristemente conocida, siglos más tarde, por ser motivo de disputa entre muy variados pueblos). Aquello fue el non plus ultra y nombraron a Metrodoro, caballero ejemplar de Chío (isla de las costas de Turquía, llamada también Quíos, y donde dicen nació Homero y el matemático Hipócrates, aunque se nos da un ardite en estos momentos quién y dónde...), honor que en lugar de gloria le trajo a Metrodoro angustia y ociosidad a partes más o menos iguales. Sin nada que hacer (cobraba estipendio de las arcas de la isla que ahora llevaba en su segundo nombre), vivía en rica choza, frente a un lago del color de las llamas de una hoguera a medianoche, sin mujer ni hijos que le sostuvieran en la vejez (aunque bien mirado, por entonces, sólo frisaba la treintena), y sin más vecinos que una atolondrada alondra buscando a la desesperada hembra para la coyunda y posterior nidada, un perro flaco que llegó un día y no quiso irse (a pesar de que Metrodoro no le daba de comer, ni le acariciaba, por no hacer, ni le tiraba piedrecillas para que el tontolahaba cánido se las trajera meneando la cola pulgosa) y una carpa que vivía en el lago, que brillaba como una amatista y saltaba y brincaba y hacía cabriolas para que Metrodoro aplaudiera y sonriera al menos. Poco más tenía Metrodoro de Chíos en aquella su decente y olvidada existencia, hasta que corajudo y algo imprudente, metióse en el lago hasta la rabadilla (hacía un frío de pelotas), gritó dos palabras ininteligibles (luego, un paisano reveló que tales palabras fueron: "¡La madre que parió a este elemento llamado líquido vital!". Como puede verse eran más de dos palabras, pero el narrador insistió que todo cuanto dijo era verdad y nada más que la verdad y a ver quién osaba contrariarle) y hundióse hasta el fondo (unos dos metros, pulgada más pulgada menos) y no se le volvió a ver hasta el momento en que llegóse hasta nosotros (humildes mortales del siglo XXI) con cara de pocos amigos (ninguno, para qué engañarnos) y la asombrosa declaración de que era el Fénix, el mismo que viste y calza, en su trillonésima resurrección, añadiendo a los allí concurridos en fiel asamblea: "Estoy harto de que se hable de mí como si no existiera, como si sólo fuera un ave de la mitología helena y de Troya, una puñetera y aburrida metáfora de los hombres que caen y se levantan (boxeadores, algún que otro futbolista metido a cocainómano, políticos corruptos que piden perdón y remontan el vuelo dando conferencias en prestigiosas universidades cobrando una pasta gansa, periodistas borrachos que reciben premios por escribir un libro de memorias, etc.), que si me prendo fuego y sin rechistar , que luego me incinero a mí mismo cuando me da la gana, como si preparara un conejo a la parrilla y se me olvidara darle vueltas, y, ya puestos, resurjo un par de días después con una sonrisa de ala a ala, bendiciendo la mañanita (trillonésima mañanita de los cojones) que me vio (re)nacer. Vamos, coño, que no somos niños. Que estamos ya a siglos vista de aquellas mentes estrechas que se inventaban un dios si estornudaban o si no hacían de vientre en una semana. Soy Metrodoro de Chíos, en buena hora me ahogué en el lago aquel, por alguna extraña razón que no comprendo, el verdadero Fénix yacía en el fondo arenoso, medio alelado en forma de gusano (como bien dice la leyenda), muerto de miedo porque veía pasar peces del tamaño de un ruibarbo y con hambre de días, no lograba resurgir de sus cenizas, pues el agua es un elemento muy particular (es decir, lleno de partículas) que no permite que el fuego se expanda y mucho menos que se hagan cenizas en su cosedad... así que el Fénix se quedó en gusano durante siglos y yo, quedéme allí, medio muerto medio vivo, con un hastío de mil pares de Francia en horas bajas, hasta que decidió darme sus poderes metiéndose en mi cuerpo incorrupto. Tuvieron que pasar más de cinco mil años para que el apestoso lago se secara (y eso, porque unos constructores inmobiliarios lo drenaron para construir adosados de tres plantas con bodeguilla) y yo resurgiera por trillonésima vez en esta que veis mi agilipollada figura. El jodido gusano que fue el Fénix verdadero debe andar por el hígado comiéndose mis escasas células hepáticas, los médicos hablan de cirrosis, yo soy más directo y hablo del hojoputa fenicio, que por vago y cobarde no quiere resurgir de nuevo de sus cenizas, y me tiene en ascuas no sé por cuánto tiempo. Dicho queda. Y que no me entere yo de que algún imbécil intelectual de esos que hoy abundan, con cuatro textos clásicos mal leídos y una pedantería emética, menciona al Ave Fénix sin pagarme derechos de copyright, que me voy hasta la SGAE, hablo con un tal Ramoncín (que ya le vale al tío ponerse ese nombre) y os pongo una demanda a la antigua usanza (o me pagáis la deuda, u os corto los redaños)."
Ya lo saben. Luego no me vengan con jeremíadas.