martes, 26 de mayo de 2009

Don Comprendique (Parte I, gracias a quien sea parte)

Mi nombre es Felipe Neri de Agostini, natural de Innsbruck, capital, como todos ustedes debieran saber, del Tirol astruíaco (con acento en la "i", que si no sería austriaco, que es otra cosa menos importante). De adolescente me trasladé, aunque sería mejor decir que me trasladaron (y por la fuerza, para que conste) al condado de Zadar, en Croacia. Si me preguntan por qué, diré que mi padre era diplomático degradado (antes había estado en Madrid -de ahí mis castellano fluido, elegante y armonioso-, más tarde en Lisboa -de ahí mi vertiginosa saudade sin cura- luego en Roma -de ahí mi nombre italianizado, y también porque mis padres son italianos, vaya por Dios-, finalmente en el Tirol -de ahí, ya para terminar de joder, mi tendencia a hacer gorgoritos delante de chicas más hermosas que mi secreto deseo de poseerlas-); su comportamiento políticamente incorrecto (bebía más de la cuenta, de hecho, a pesar de ser romano, decían de él que tragaba como un tudesco); la manía de ver ofensas en cada ajena y pecaminosa mirada a su esposa, mi madre, en cada palabra, siempre lasciva y ajena, dedicada a mi madre, su esposa; su costumbre, casi tradición mañanera de saludar al sol desde el balcón de la casa, en pelota picada (y digo bien, pues tenía sólo un testículo... el otro se lo dejó en una guerra balcánica que he olvidado)... y todo ello, en el marco de las relaciones internacionales (más internacionales que relaciones) donde mi querido padre se movía como pez en un acuario; es decir, por un lado era su hábitat natural, el agua, pero en modo alguno, por otro, en agua tan estancada, estrecha y a la vista de todos.
Ya con los años, perdoné a mi padre todos sus desmanes, sus celos y prontos, y sus mudanzas, que eran mías, pues yo mismo me mudaba, pero no sin haberme dejado un regustillo por los secretos, las exageraciones y el trato exquisito mas falso entre mis semejantes.
Luego de visitar el bello y singular monasterio benedictino donde solía retirarse el santo a quien debo mi nombre, situado en Monte Cassino (Roma), comprendí que mi vocación no era la del sacerdocio, ni la de misionero, monje ni teólogo... por no tener no tenía ni fe o la que tenía era más aprendida que sentida, y, por supuesto, más heredada que merecida o ganada. ¿Por qué fui al aquel silencioso templo sobre la sangrienta colina elevado?, se preguntarán los más avezados lectores de esta mi historia. Pues, mi respuesta ha de ser lo más sincera y honesta posible: fui porque mi padre, que en paz repose, insistía en que siguiera sus pasos (no sabía él qué dimensión adquirían estas palabras en oídos ajenos) en la carrera diplomática, y yo ni de lejos ni loco quería pasarme el resto de mis días acompañado de tantas ínfulas, idiomas y manuales de comportamiento estirado y ridículo, por no decir trasnochado y a la vista de todos (como el pez en la pecera de antes). Así que inventé mi fe y mi vocación de ministro de Dios, siguiendo los pasos (sin saber la dimensión que adquirían estas palabras en una verdadera llamada divina) del hombre santo a quien debo mi nombre. Ingresé en el colegio sacerdotal romano de San Juan de Letrán para cursar estudios de teología al tiempo que preparaba mi futura ordenación sacerdotal. Mi padre, durante los cinco años que duró aquella lamentable mentira, se limitaba a aceptar (todo muy correcto como corresponde a todo un señor diplomático y más desde Croacia) el hecho de que su hijo, único hijo -reconocido-, dedicara su vida a Dios, con quien cuyas relaciones lejos de ser diplomáticas habían pasado a ser de mutua indiferencia (como un país reconocido internacionalmente pero del que nadie se ocupa, porque se sospecha volverá a mandarlo todo al carajo, y no señalo ninguno para que ídem no se sienta señalado). Acabados mis estudios, comprendí que aquello no iba a ninguna parte y decidí retirarme al venerable monasterio a pensar detenidamente en mis secretos motivos y mis todavía oscuros fines.
Nada de lo que comprendí en aquellos días tan tranquilos me sirvió luego para llevar una vida honorable y acorde a mis principios que eran finales, es decir metas; de hecho, salí tan confundido y miserable como entré, si cabe más podrido que una granada en mayo o mi padre por la noche en un discurso de bienvenida del presidente de Corea del Norte (los que sepan, entenderán; los que no, que se abstengan).
Como siempre (quiero decir, como es costumbre) me tomo un respiro para desembocar, que no es fácil ni reconocido el viaje de un personaje sin destino.

viernes, 22 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte III)

A don Gabriel, a don Marcel y a don Rafael, una non sancta trinitatem de interlocutores sensatos que se derramaron con furia, como agua torrentera, sobre las estancadas y someras aguas que son el alma de este quien escrivive y desespera con brutal esperanza. ¡Vaya por Dios!

¿Qué tal andamos después de haber soportado el paso de los días con sus largas y contumaces horas, esperando la llegada de este emperifollado "orestes", mesías de media nueva? En mi carnes he vivido la levedad del ser y la inexorable incontinencia de la nada, o lo que es lo mismo, he levitado por entre nubes de pereza, y depositado, luego, como en un dibujo animado, mis ideas más puras e inconsistentes sobre la pétrea yacija a donde vamos. Entiéndanme bien, si pueden, necios míos, escrivivir no es un acto, es, si me apuran, una potencia... una oportunidad, no una alternativa. De ahí que siempre nos parezca que un escritor o zuelo haya de escribir para vivir, en lugar de pensar que para escribir tiene que vivir, de resultas que "escrivivir" no tiene parangón ni condición y así nos va, con los pertrechos a todas partes y a ninguna, coronando cumbres que ya fueron conquistadas y olvidados como se olvida uno de recoger la basura que deja tras de sí.
¡Y toda esta parrafada para decir, al final y al fin, que he perdido el hilo de mi historia y que retomarlo me está costando un sufrimiento impropio por imbécil! Quédense con mis excusas que yo no sé qué hacer con ellas. ¡Adelante!

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Tras la muerte de Isidro, doña Antonia no volvió a ser la que era, andariega y parlanchina, recia y agotadora. Ahora se pasaba las horas recordando en silencio los vívidos años de convivencia y lucha, de superar juntos, siempre, la ausencia de hijos, con un amor más pleno y dedicado, de búsqueda interior en el otro, para mejorar su estima o, simplemente, para aliviar la pena o refluirr en la dicha. Antonia revivía en armonía otoñal las gozosas primaveras y los duros inviernos que pasó junto a su amado. Fue ahora que amó más que nunca y desde el hondo misterio concedido como gracia las lozanas tonterías de su Isidro para hacerla reír, sus incansables intentos de sorprenderla por las mañanas con el antiguo vigor de un joven de cuarenta años, los desayunos en el lecho de previo amor, la música traída de la capital, escuchada como dos niños atentos disfrutan de la melodía de ríos y ruiseñores en el bosque de sueños y aventuras. "Isidro mío, mi Isidro, te amo y te añoro, pero te completo desde mi vida con la que a ti ya te falta. Hazme un hueco en tu alma todavía latente, como siempre hacías cuando íbamos a vivaquear a la noche mágica mirando estrellas y lunas, tú contando historias que nunca ocurrieron ni ocurrirían, yo mirando tus ojos brillar como dos luciérnagas ahítas de su luz... Hazme un hueco, amor de mi vida, en tu muerte, que no es lo mismo que en tu sin vida". Luego, recostada en la mecedora que le hiciera su marido hace ya tanto, de palo rosa, barnizada con cariño, inmortal materia de vivos balanceos, se adormecía y, vive Dios, reía como reía su Isidro, aunque no a carcajada limpia, sino más bien con los acordes propios del vuelo de una alondra, tierna risa de quien se prepara para un largo viaje sabiendo el rumbo, el camino y el (con) sentido destino. Antonia también moría, vaga y cadenciosamente, en brazos de su risa, siempre sonrisa, meciéndose en sueños, soñando en mecidos y anhelados besos qjue ya venían.


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La ceremonia del adiós tuvo lugar en la parroquia de todos los días, con el cura de hogaño, don Indalecio, repleta la iglesia de la feligresía fiel y la otra no tanto. La enterraron junto a los restos de su amado esposo, en un ferviente silencio que reinó durante dos días, a excepción del tenaz ebrio Timoteo, que enamorado de la vida que no vivió, bebía sin vacilación y a tragos largos, lúcidos y ruidosos para no vivir la vida que vivía, viviendo, finalmente, la vida que tuvo y que tenía (disculpen la disgresión, es un personaje que ando preparando para un cuentecillo). La despedida de Antonia se vivió (¡vaya por Dios, cómo viven mis criaturas!) como una pérdida simbólica de lo que años más tarde le ocurriría al pueblo todo y a sus sacrificados moradores, convirtíendose éstos en polvo y aquél en ruinas. Pero antes de que todo esto pasara, el sacerdote, leal ministro de su fe y condición, había recibido en confesión a Antonia (que ya veía rondar la muerte por su casa, como rondan los novios a la salida de misa, cercanos, arrogantes y sobradillos). Durante al menos dos meses guardó celosamente el secreto que todos ustedes, mis huraños y ariscos lectores desean conocer: Antonia, amén de unos cuantos defectillos de fábrica y errores enmendados más por cansancio que por templanza, alguna que otra deuda como la del gallo de Esculapio, le contó al vicario por qué su Isidro reía sin oficio cuando dormía. Al morir Isidro, además del vacío dejado por su ausencia, había sembrado en Antonia un fértil fluir en sueños. Y en sueños hablaba con su Isidro, y en sueños éste le contaba historias como hacía en vida y, por fin, le desveló por qué acostumbraba a reír sin ton ni son en las frescas madrugadas, sin lograr acordarse de por qué lo hacía o, simplemente, que lo hacía. Una vez muerto, gozando de buena salud espiritual, comprendió porque recordó , y recordó porque él mismo era ahora todo consciencia: "Mi hermosa Antonia, qué fácil es ahora reconstruir sin miedo ese puente que tendemos a lo desconocido. Otros habrán descubierto, boquiabiertos, la grandeza del amor de los otros, la miseria del suyo, o el fuera de toda duda de Dios... otros habrán vuelto a su infancia para recomponer la que no le dejaron vivir, pero yo, yo sólo podía pensar en los sueños en los que me desternillaba de risa, contagiándose la mañana, la tal mañana, qué olor a heno y a mejorana, tú y cuantos me acompañaron, hasta el perro Dylan (por Thomas) correteaba feliz por los empinados peñascos, con la lengua fuera y mirándome, con el rabo como un péndulo travieso. ¿A qué no sabes de qué me reía todos esos años? [algún lector impenitente habrá que esté maldiciendo el día en que le dio por entrar en mi blog] Pues te veía a ti, en la mortal mecedora soñando mi risa, riéndote como yo, aunque más serena y limpia. Y me reía porque sabía que nos reencontraríamos en la otra vida. Qué más quieres, vida mía, mi Antonia querida... te espero al alba y hacia a luz".
Cuando Antonia se lo contó en el acto final de reconciliación al cura, lo hizo entre lágrimas de alegría, porque comprendió de dónde nacía no sólo la risa de su marido, también su fuerza cada mañana y su amor de todos los días.


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Don Indalecio, menos contrito y taciturno que de costumbre, fuese de misiones con la fe tamborileando en los nerviosos y nervudos dedos, encontrando la muerte en la fauces de un león hambriento y sin contemplaciones, por despistado y sordo, rezando como estaba a la milenaria sombra de un fresno congoleño, no sin antes haber contado no una, sino mil veces, como las noches de Sherezade, la dulce (lo sé, a veces, edulcorada) historia del hombre que se reía en sueños y de su esposa, origen y fin de tanta espera, tantas palabras y desvelos tantos que este
escrivividor se va a la siesta a descojonarse un rato. Ustedes sean felices.


lunes, 18 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte II)

Han pasado tres días desde mi entrada triunfal (más de 1000 clicks en mi blog es motivo de orgullo, vanagloria, soberbia y estúpida prepotencia, sobre todo teniendo en cuenta que el 40 ó 50% he sido yo quien ha pinchado en este sitio), prometí, no sé a quién, que continuaría la historia del sonriente Isidro, y no seré yo quien falta a mi palabra (¿quién iba a ser, si no, por Dios o pardiez?) Uno de los problemas que tengo a la hora de escribir es que me importa más bien poco lo que escribo, cuido el estilo, procuro un léxico rico, incluso, enriquecido con mi estilo, pero a la hora de construir la historia se me da una higa lo que pase, como si supiera que está en mi mano creadora, que sólo yo puedo dar vida a estos personajes que deambulan sin destino, pero con intenso recorrido, por una vida sin vida o con la mía, si cabe, que cabe. Lo que quiero decir, coño, es que no tenía ni idea de por qué se reía el condenado feliz de mi Isidro, y tampoco sabía cómo podía contarlo llegado el momento de descubrirlo como quien destapa una verdad o un secreto: ¿Quién podría desentrañar el misterio sino Antonia, su amante esposa, la que dormía al lado del bello y despreocupado durmiente? Ante tantas dudas, suelo abstenerme, como proponían los sabios de la antigüedad, abstine y substine. Hablé con mi mujer sobre el asunto, y como ocurre en las mejores familias (doy por hecho que en todas, incluso las que han dejado de serlo), acabé más desorientado y perplejo, con cara de "mirahorizontes" y pensando muy seriamente incumplir mi promesa. Sin embargo, dotado como estoy de la tenacidad de un topo construyendo su madriguera a pesar de su ceguera, que también me es propia, le seguí dando vueltas como el burro tras la zanahoria (me he levantado esópico, ¡vaya por Dios!), hasta que hallé la solución, no sin la inestimable ayuda de la imaginación ajena... un librito en el que andaba enfrascado y que hablaba, sin venir a cuento, y por la cuenta que me trae, de un hombre moribundo que reía a carcajadas al tiempo que se torcía de dolor ante la mirada atónita de familiares, un médico ebrio, un enfermero arisco y un sacerdote sin fe. Fue éste quien le espetó, como quien atraviesa una sardina, "¿De qué se ríe usted, buen hombre? ¿No sería mejor que encomendara su alma al Hacedor ante la halitosa cercanía de la muerte?" Y el moribundo contestó entre esputos de sangre y muecas de sufrimiento: "No puedo dejar de recordar cuando, de pequeño, le conté una mentira a mi padre que ha durado hasta hoy. Le dije, inocente entonces, ahora ya no, que el cuchillo de monte del tío Venancio lo había robado un chiquillo de las cercanías. Mi padre, ante mi sincera declaración, rompió relaciones con su hermano por acusarme de forma infundada. Desde entonces, una mentira como aquella se hizo presa en mi carácter y no dejé de hacerlo, de mentir, se entiende, durante toda mi vida, y las consecuencias de mis mentiras fueron siempre tan terribles como las de mi padre y su hermano Venancio (no volvieron hablar, ni siquiera cuando éste falleció, aunque si falleció de qué coño iban a hablar...) . Tuve éxito en la vida (como todos los éxitos, insuficientes, raros y relativos), pero aquella mentirijilla para salvar el pellejo me persigue hasta éste mi lecho de muerte, y no puedo parar de reír ante la escrutadora mirada de Venancio que está allí sentado, desafiante, esperando mi estertor". Y continuó riendo hasta que la palmó, presa de su risa, tal vez su miedo, su culpa y su arrepentimiento. De Venancio no se supo.
Y hasta aquí lo que ha dado de sí mi oficio. Mañana, siempre mañana, contaré la historia de Isidro y su risa onírica. No se precipiten, sean pacientes e imaginativos. Lo bueno se hace esperar, mi historia también. Y a quien no le guste, ya sabe, una de ajo y otra de agua. Saludos desde mi privilegiada posición de escrivividor. VALE.

jueves, 14 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte I)

Sólo aquellos que sonríen después de toda una vida, han comprendido el sencillo misterio y sonríen porque se lo llevan a la tumba

Hubo un hombre, en mis recuerdos soñado, que, en sueños solía reírse... quizá de sí mismo y de lo ya vivido, o quizá de lo que viviría una vez despertara. Nunca se sabrá, pues, ¿quién, entre vosotros, humildes lectores, ha logrado reconstruir con la despejada mente del amanecer el extraordinario y misterioso puzzle que el subsconciente crea y recrea para deleite de los traviesos soñadores de hombres? [¡Vaya preguntita me he marcado, con dos pares! ¡Qué tendrá mi retorcida inteligencia -o qué no tendrá, dirán algunos amigos de lo ajeno- que no se conforma con una oración principal y otra subordinada!]
Hubo un hombre, decía, que se reía en sueños como quien lo hace en la vigilia. Tenemos noticia y constancia de tal y asombroso hecho por la esposa, que aún vive, Dios le guarde la memoria y al finado esposo en su gloria. Doña Antonia, de natural encogido y tímido, se soltaba cuando hablaba de su difunto, a quien amaba por encima y por debajo, incluso de lado, si preciso fuera, y lo hacía con claridad y desparpajo, no omitiendo detalles íntimos que ruborizarían a jenízaros y mogoles después de sangrienta batalla.
El matrimonio Estévanez, la ya mentada Antonia y el sonriente soñador Isidro, duró lo que dura media centuria, bodas doradas celebradas por todo lo alto en el bajo de la parroquia que los vio contraer nupcias y estómago, aunque no con el mismo sacerdote, que al primero se lo llevó la porfiria. El segundo, don Indalecio, joven paulino de 73 años, a punto del retiro obligado, dijo al concluir la ceremonia: "¡Vaya par de tortolitos estos Estévanez! Si por mí fuera, los casaría todos los días. A mí me da que la luna de miel les ha durado hasta hoy. La ciencia es que avanza una barbaridad". No hubo tiempo para preguntarle al párroco el gozoso significado de sus últimas palabras (las de la frase que pronunció, caramba, que el Indalecio de nuestra historia aún habría de durarnos un lustro, pero ya de eminente emérito, con destino al monasterio carmelita de las Batuecas).
A esos cincuenta años hay que añadirles dos más, los que permaneció vigilante y durmiente, según uno se levante o se acueste, nuestro Isidro. Cincuenta y dos años sin hijos, aunque también sin apenas dineros, ni parientes conocidos, ni viajes (salvo uno al pueblo de la mujer, Antonia, por motivos de herencia que no heredó, hace ya tanto que el pueblo tiene otro nombre), poco más de medio siglo en el mundo, juntos y también algo revueltos, dedicados a nutrir sus vidas con el amor y devoción de inexpertos enamorados, paseando de la mano por los castañares y robledales de Zarzalejos (pueblo de España, en la raya íbera, bañado por el Tajo y una luz atlántica que para sí quisieran los brumosos y tristes pueblos del norte), practicando carantoñas y caricias y risas que luego perfeccionarían en la intimidad del hogar.
Isidro era fraguador, herrero de vocación desde que vio de niño el cuadro velazqueño de Vulcano y sus muchachos, sudorosos y hercúleos, atizando con el silencioso martillo el sin queja yunque ni lágrima. A los 12 años entró de aprendiz a la herrería de don Eufrosio, que lo trató como lo que era, un ganapán atento y dispuesto. Depuró la técnica hasta el punto de hacer cerrajes con filigrana, siendo muy celebradas años más tarde, las verjas con motivos florales y las cancelas jónicas. Cuando contaba la edad de 19 años, chaparro pero elegante, ceremonioso y algo pisaverde, yendo de camino a la misa de 12, topóse con la joven y hermosa Antoñita, acompañada de su hermana mayor, bastante mayor para ser hermana -decían las malas y descaradas lenguas-, bella también aunque fría. Al pasar junto a aquella pareja de hermanas, elevó una sonrisa a los cielos como quien eleva una plegaria, de hecho fue plegaria aquella sonrisa pues pedía con todas sus fuerzas que la tierna Antonia le devolviera la plegaria, quiero decir la sonrisa. Como así fue, y una brisa de mediodía tumbó la desdicha y la desgana, y la desidia... hasta la homilia de quien fuera ministro de aquella iglesia, el de la porfiria, se hizo grata y dulce y todo el pueblo, menos uno (siempre hay uno en el pueblo que lleva la contraria) celebró aquel día, que terminó entrada la noche, con una espontánea romería a la ermita de la Virgen de Loreto, tan improvisada que a nadie se le ocurrió llevar comida ni pertechos para la campestre campaña, por no llevar no llevaron al menos uno, que quedóse en el pueblo, solo y regañado como el perro atado y sin comer. No importó, que ya hubo quien se encargó de pescar del caudaloso río, decenas de tencas, y otro y alguno más, recogió frutas y níscalos tardíos, y el agua no habría de faltar, pues corría saludable y nemorosa a raudales. ¡Qué fiesta aquella sin fiesta alguna que celebrar! ¡Qué dichoso domingo romero en que el arrogante herrero Isidro y la preciosa Antonia se conocieron para nunca más separarse!

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Como viene siendo habitual en estas historias blogueras, me tomo un descanso de varios días hasta que retome donde lo dejé, si la pereza me lo permite. Y si no, disculpen las molestias o, mejor, culpen al molesto, que es más fácil y desfoga más.

sábado, 9 de mayo de 2009

Dicibantur ille... Decíamos ayer

Ante la masiva respuesta que ha sucitado mi anterior entrada, y en modo alguno puede ser considerada -la respuesta- ni grata ni gratificante, sólo me queda pedir disculpas o rendir cuentas. Siendo lo primero bastante sencillo, lo segundo es como los mitos de Sísifo y de Prometeo juntos. Pues, ¿puede alguien de alma noble y corazón humilde decirme si al rendir cuentas ante los hombres o ante al Altísimo, no ha sentido un escalofrío en la cerviz como si fuera a ser decapitado por una salvaje y certera espada?
Errático, como de costumbre, socarrón a ratos y confundido siempre, mi idea de la esperanza, nacida al albur de mis metódicas aunque romas lecturas de la obra de Gabriel Marcel, se ahogó en su propio vómito verborreico y petulante para acabar siendo pasto de filósofos buitres y carroñeros místicos sin escrúpulos (aunque parezcan insultos, sólo pretendo figurarme a los maestros metafísicos alimentándose de mis errores e inútiles observaciones).
Rendir cuentas como quien rinde plaza (véase la anterior y poco triunfante entrada) consiste sobre todo en una valiente autoestima (entendida como los antiguos lo hacían, contemplarse con todo el acervo que uno es, hace y representa, y no como en nuestros días que a cualquier chiquillo con ínfulas de hombre le decimos sin ton ni son que la autoestima es poco menos que ser, hacer y representar una jodida y estúpida etiqueta ante los demás, por ver si somos aceptados, comprendidos y amados... ¡Vaya por Dios!). Reconocer no sólo el error -a gritos voceado por las calles y plazas-, no sólo enmendarlo o intentar corregirlo, también, y, especialmente, dejarse re-coger (los despojos que aún quedan y las sobras que uno es) por el rastrillo de Dios, entregarse en alma y cuerpo a la meditación y, si cabe y se sabe, a la oración. Únicamente así entiendo yo la expresión "rendir cuentas". Por ello, desde esta misma mañana me he dedicado a escuchar el hermoso y contundente silencio de Dios... y sólo Dios sabe en qué acabará todo esto.

La esperanza es la virtud por la cual uno no se regodea en el dolor ni la angustia, ni se baña en las lastimeras aguas del "me acuso", la esperanza es vencer al miedo a vivir y, por curiosa extensión, VIVIR, con todo lo que ello implica, con ESPERANZA.


Espero que mis lectores, que se cuentan por miles como las amenazadoras legiones que se citan en las Sagradas Escrituras, reciban mis excusas no como quien se acusa, sino como quien se supera y se proyecta en los otros, mis hermanos y semejantes. Gracias y adiós.