martes, 7 de julio de 2009

Ideas y venideas... vaguedades

Reconozco que mi talento (si lo hubo) ha mermado considerablemente con los años, las drogas y los malos hábitos y, cómo no, la pereza intelectual. De despertar ligero y levantar tempranero, me pongo ante la pantalla con mirada de lelo, aturdido por las palabras que se mezclan y chocan y gritan por salir y se quedan aletargadas en el silencio; escucho música y padezco y me angustio... contemplo una sucia pareja de palomas criando en el hueco de una pared frente a mi ventana, se acurrucan y carantoñean, arrullan y zurullean y me perciben y olvidan. Y vuelan.
Hoy, siendo san Fermín (también Apolonio, Ercamberto, Idilio u Odón) me ha dado por correr delante de los toros y tirar cabras de los campanarios. Suena María Callas y su La mamma morta, y no lloro de milagro y de milagro me estremezco. La voz hembra obra en mí la metamorfosis... de idiota sin alas paso a ser libélula devorada por un sapo ventrudo que me escupe desalado y ansioso idiota sin alas de nuevo, renovado (cascada de adjetivos... recurso de escritorzuelo). Retorno eterno de lo idéntico sin serlo (ni eterno ni idéntico, sólo retorno. Nietzsche se equivocaba muy bien y con una prosa muy poco germánica).
Tras el zafarrancho, se respira un aire menos errático que de costumbre, también más fresco y órfico. El hogar tiende a crear indentidades espurias, sombras bastardas que se achinescan en los rincones opacos donde habitan la nostalgia y el pudor. Vago entre ellas, pues soy una de ellas, sin luz ni proyecto... como esta parrafada enfática y misteriosa. No intenten descifrarla. Es malo para casi todo, salvo para el sexo imprevisto y de tracas. ¡Qué trayecto, madre mía y qué tormento transitarlo! Por fortuna, no hay ira ni rencor, sólo hastío, derramado sobre los ojos y las manos.

jueves, 11 de junio de 2009

Cascotes, escombros y ripios

Raro es el día en que no pienso en escribir una novela, pero no una una novela cualquiera, ¡qué va!, tiene que ser "la gran novela"... la jodida y siempre sin principio gran novela de los c... Perdonen el arrebato, es una forma de decirme que la pereza o la tibieza en el ánimo son los peores enemigos de un escritor. Si lo piensan bien son los peores enemigos de cualquier hazaña (literaria, épica o, sencillamente, romántica).
Ustedes dirán no sin cierta razón: "Pero ¿qué hace este tipo contándome lo que le cuesta escribir en lugar de ponerse a escribir?" Y mi respuesta, como es habitual en estos casos, es una mezcla de desprecio hacia quienes no comprenden ni tienen un punto de necesaria piedad, y grosería (esta es la segunda parte de la mezcla antes mencionada) aplastante y diáfana. Así que no me enfanden que me enfado (así de siemple es mi personalidad).

Cuando era joven, la idea de dedicarme a escribir no pasaba de ser una ínfula añadida a otras que configuraban lo que yo creía era o debía ser. En otras palabras, era pura fachada e insatisfecha leyenda. Con ese bagaje parecía improbable que escribiera poco más que unos versos nocheros y ebrios, un punto malditos y siempre indóciles; la inercia con que uno continuaba el viaje a pesar de haber perdido el rumbo y el mapa que le servía de pésima guía es la misma de quien estudia, trabaja, se casa, tiene hijos y forma una familia (hoy en día, la cascada sigue: se divorcia, pasa una pensión, se deprime, va al psiquiatra para luego volverse a casar y así hasta la emérita jubilación vital); en principio, todos creen hacer lo correcto o lo justo o lo debido o lo necesario, o, simplemente, el efecto Vicente (ya saben, "donde va la gente..."), se preparan para ello concienzudamente unos, apasionadamente otros, y los más, con cierta desidia e inconsecuencia; luego, en llegando a la madurez, uno goza de cierto privilegio recóndito que sale a la luz para repasar lo acontecido hasta la fecha. Algunos hacen uso de él con rabia, no perdonándole al padre o a la madre o a ambos ni la opulencia ni la ausencia, ni la sangre ni la tradición; otros miran atrás como alelados y amnésicos, enmudecidos en un grito más antiguo e inmortal que ellos. Otros enmiendan o parchean y siguen adelante. Y, al fin, están los que utilizan este privilegio para construir un frágil o sólido puente entre lo que uno ha vivido y lo que le queda por vivir. Hay una minoría -no selecta, no se hagan ilusiones-, casi excepción (en la que, vaya por Dios, me incluyen, que si fuera por mí salía disparado) que aun teniendo dicho privilegio (el mismo de antes, coño) no saben para qué sirve ni cómo se utiliza (como el derecho al voto, por ejemplo) y hacen de su existencia o de su existir, una acracia sin sentido, viendo venir las hostias como quien se sienta cerca de la orilla del mar con marea baja y espera que no le salpiquen las olas. De éstos hay que huir como de la peste (o gripe A, que hay que modernizar los dichos), sobre todo si uno está aquejado de ese mal que consiste en diseñar una soberbia torre apuntando al cielo, coloca un par de piedras a manera de inauguración y luego se va de copas con los de su especie pero no de su condición. La torre nunca se desmorona porque nunca termina de construirse; sigue señalando al olimpo o a la arcadia, pero como lo hace la flecha que no se lanza o la mirada de un hombre sin fe. Lo que queda son ruinas sin haber sido antes numancias, escombros sin obra ni batalla, ripios que nunca fueron muros (o versos silenciosos escritos al alba): una vida en cascotes derrumbada como las almenas descolladas por un viento egoísta o un presagio sin prodigio. VALE

martes, 2 de junio de 2009

Don Comprendique (Parte última, gracias a Dios)

Como cabía esperar de tamaña arrogancia, mis días de misticismo barato y ramplón, terminaron como termina una frase mal construida, a trancas y barrancas, o como el graznido de un borracho en mitad de la noche sobria, en cruento y fétido silencio.
Con mi acervo teológico por mochila, unos dineros abandonados por misericordia paterna en mi faltriquera y unas audaces ganas de alejarme de mí mismo, al menos el que había sido (fingido ser) hasta ahora, cogí el primer tren que había con destino a París, cuna del existencialismo filosófico, al que me había aficionado más por eliminación que por convicción. También elegí la ciudad luminosa por ser fiel retrato en mi eufórica memoria de lo que un hombre de arte (es decir, artificioso) debe ser: bohemio, dandy o vendedor. Y en este orden. Por último, París fue mi destino por ser, o mejor, por no ser o no haber sido lugar de destino de mi padre.
Cuando llegué, el aguacero del poeta cayó sobre mí un día que quisiera olvidar. Lo hizo con furia, como avisándome de que el trato francés iba a ser eso, muy francés, y que mis remilgadas maneras de hijo de diplomático y de niño bien iban a ser respondidas con la firmeza y entereza tan propias del alma parisina. O sea, que las iba a pasar putas (he preferido este término a "canutas" por conocer de primera mano la vida de aquéllas y no saber muy bien cómo es la de éstas). Y las pasé, vaya si las pasé. Sin honor y sin gloria.
Mi francés en falsete, cantado y teatral y tan poco natural como el del actor de mediados de siglo XX, Sacha Guitry, seducía a las jóvenes estudiantes, pero muy poco al género resistente y gabacho de los hombres, que tan pronto querían acusarme de seducción como de sedición. En estos casos, lamentablemente frecuentes, se hacía necesaria la inmediata y muy suya despedida. En pocos meses comprendí que la relación con franceses (más tarde, habría de incluir otras nacionalidades... demostración coherente de que hay ciertas fronteras que sólo existen porque sí y de que la condición humana sobrecoge y apabulla) tendría que ser distante y apurada, para correr más y mejor y con ventaja y holgura, que sé de algunos de esta pecaminosa y libertina y libertaria ciudad que gustan de apalizar a extranjeros como en una piñata humana (o inhumana, según se mire o se golpee).
Por fortuna, las mujeres se acercaban con dulzura y expectantes, mezcla de apasionadas lujurias e íntimas reflexiones, lo que me permitió durante varios años cultivar no sólo su amistad y ciertos privilegios, sino también de favores más caudalosos y propios de la supervivencia. En otras palabras, que para eso las hay, fui un mantenido, prostituto y vago a partes más o menos iguales hasta que comprendí que tarde o temprano habría de doblar el espinazo antes de que algún celoso marido o prometido, un vengador de honras o matón a sueldo me doblara otros miembros.
Soy guapo y elegante, atlético y dotado (ver foto de anterior entrada). Ya en el seminario fui objeto de tentaciones contra natura, absteniéndome de facilitar la condenación de aquellos pobres y castos y futuros predicadores y, de paso, de la mía (y algún que otro confesor de frágil fe y aún más liviana enmienda)... pero eso ya pasó y comprendí que, otra vez, vaya por Dios, la naturaleza humana es desequilibrada e inconstante, incluso entre seres entregados y contumaces que se rebelan contra la tiranía de la tibieza.
París fue una fiesta, de hecho, en mi caso, fue una orgía desatada, promiscua e infértil que duró lo que dura un regalo feo y disarmónico de un amigo torpe en una casa. Uno lo conserva por respeto o por miedo, o ambos, hasta que una mudanza lo pierde adrede o por descuido. Me refiero al regalo, no al amigo (¡caramba con el castellano! ¡Qué intrincado es! El tirolés es menos equívoco).
De vivir de las mujeres pasé a vivir a secas y a duras penas. Una feroz psoriasis (sarna en griego), heredada de mi madre, arruinó mi fresca belleza, y, con ella, la lozanía y la desvergüenza, amén de los ahorros que nunca lo fueron y los socorros femeninos, que sin dejar de ser auxilios pasaron a ser pedidos a gritos, tal era ahora mi volcánica cara y escocido torso y rascadas extremidades. De Felipe Neri de Agostini, apodado el Hermoso, me convertí en el nuevo Quasimodo... Quasi para los pocos que se apiadaban de mi justo castigo. No fue Notre Dame, la dolorosa catedral que me acogió, sino mi muy olvidado padre (ya viudo y medio ciego), convertido en pródigo templo de perdón y piedad. Enterado de mi situación por un conservado amigo rumano de la embajada en París, recorrió los muchos kilómetros que separaban la dalmática Zadar de la lúbrica y republicana ciudad vital donde yo desesperaba, me miró (con esa mirada cansada de los viejos, pero también de los que están perdiendo la vista) y me soltó en su italiano recuperado como una pavesa que arde sin oficio: "Verrà la morte e avrá tui ochhi". Yo comprendí que nada habría de faltarme en los todavía feroces brazos de mi padre y entre ellos me quedé muchos años hasta su muerte en que decidí ingresar en aquel monasterio de mi vana y envanecida juventud, al que se retiraba el santo al que debo mi nombre, Monte Cassino, y dedicar mis días, ya escasos, a la oración y a escuchar más que a comprender, y a hacer antes que merodear, y a dejarme llevar por el rostro de Dios antes que por este rostro mío desfigurado que con el tiempo y mucho silencio formó parte del recoleto paisaje de aquellas benitas cumbres. Mi nombre entre los monjes fue y sigue siendo, sin perjuicio ni orgullo, fray Comprendo.

martes, 26 de mayo de 2009

Don Comprendique (Parte I, gracias a quien sea parte)

Mi nombre es Felipe Neri de Agostini, natural de Innsbruck, capital, como todos ustedes debieran saber, del Tirol astruíaco (con acento en la "i", que si no sería austriaco, que es otra cosa menos importante). De adolescente me trasladé, aunque sería mejor decir que me trasladaron (y por la fuerza, para que conste) al condado de Zadar, en Croacia. Si me preguntan por qué, diré que mi padre era diplomático degradado (antes había estado en Madrid -de ahí mis castellano fluido, elegante y armonioso-, más tarde en Lisboa -de ahí mi vertiginosa saudade sin cura- luego en Roma -de ahí mi nombre italianizado, y también porque mis padres son italianos, vaya por Dios-, finalmente en el Tirol -de ahí, ya para terminar de joder, mi tendencia a hacer gorgoritos delante de chicas más hermosas que mi secreto deseo de poseerlas-); su comportamiento políticamente incorrecto (bebía más de la cuenta, de hecho, a pesar de ser romano, decían de él que tragaba como un tudesco); la manía de ver ofensas en cada ajena y pecaminosa mirada a su esposa, mi madre, en cada palabra, siempre lasciva y ajena, dedicada a mi madre, su esposa; su costumbre, casi tradición mañanera de saludar al sol desde el balcón de la casa, en pelota picada (y digo bien, pues tenía sólo un testículo... el otro se lo dejó en una guerra balcánica que he olvidado)... y todo ello, en el marco de las relaciones internacionales (más internacionales que relaciones) donde mi querido padre se movía como pez en un acuario; es decir, por un lado era su hábitat natural, el agua, pero en modo alguno, por otro, en agua tan estancada, estrecha y a la vista de todos.
Ya con los años, perdoné a mi padre todos sus desmanes, sus celos y prontos, y sus mudanzas, que eran mías, pues yo mismo me mudaba, pero no sin haberme dejado un regustillo por los secretos, las exageraciones y el trato exquisito mas falso entre mis semejantes.
Luego de visitar el bello y singular monasterio benedictino donde solía retirarse el santo a quien debo mi nombre, situado en Monte Cassino (Roma), comprendí que mi vocación no era la del sacerdocio, ni la de misionero, monje ni teólogo... por no tener no tenía ni fe o la que tenía era más aprendida que sentida, y, por supuesto, más heredada que merecida o ganada. ¿Por qué fui al aquel silencioso templo sobre la sangrienta colina elevado?, se preguntarán los más avezados lectores de esta mi historia. Pues, mi respuesta ha de ser lo más sincera y honesta posible: fui porque mi padre, que en paz repose, insistía en que siguiera sus pasos (no sabía él qué dimensión adquirían estas palabras en oídos ajenos) en la carrera diplomática, y yo ni de lejos ni loco quería pasarme el resto de mis días acompañado de tantas ínfulas, idiomas y manuales de comportamiento estirado y ridículo, por no decir trasnochado y a la vista de todos (como el pez en la pecera de antes). Así que inventé mi fe y mi vocación de ministro de Dios, siguiendo los pasos (sin saber la dimensión que adquirían estas palabras en una verdadera llamada divina) del hombre santo a quien debo mi nombre. Ingresé en el colegio sacerdotal romano de San Juan de Letrán para cursar estudios de teología al tiempo que preparaba mi futura ordenación sacerdotal. Mi padre, durante los cinco años que duró aquella lamentable mentira, se limitaba a aceptar (todo muy correcto como corresponde a todo un señor diplomático y más desde Croacia) el hecho de que su hijo, único hijo -reconocido-, dedicara su vida a Dios, con quien cuyas relaciones lejos de ser diplomáticas habían pasado a ser de mutua indiferencia (como un país reconocido internacionalmente pero del que nadie se ocupa, porque se sospecha volverá a mandarlo todo al carajo, y no señalo ninguno para que ídem no se sienta señalado). Acabados mis estudios, comprendí que aquello no iba a ninguna parte y decidí retirarme al venerable monasterio a pensar detenidamente en mis secretos motivos y mis todavía oscuros fines.
Nada de lo que comprendí en aquellos días tan tranquilos me sirvió luego para llevar una vida honorable y acorde a mis principios que eran finales, es decir metas; de hecho, salí tan confundido y miserable como entré, si cabe más podrido que una granada en mayo o mi padre por la noche en un discurso de bienvenida del presidente de Corea del Norte (los que sepan, entenderán; los que no, que se abstengan).
Como siempre (quiero decir, como es costumbre) me tomo un respiro para desembocar, que no es fácil ni reconocido el viaje de un personaje sin destino.

viernes, 22 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte III)

A don Gabriel, a don Marcel y a don Rafael, una non sancta trinitatem de interlocutores sensatos que se derramaron con furia, como agua torrentera, sobre las estancadas y someras aguas que son el alma de este quien escrivive y desespera con brutal esperanza. ¡Vaya por Dios!

¿Qué tal andamos después de haber soportado el paso de los días con sus largas y contumaces horas, esperando la llegada de este emperifollado "orestes", mesías de media nueva? En mi carnes he vivido la levedad del ser y la inexorable incontinencia de la nada, o lo que es lo mismo, he levitado por entre nubes de pereza, y depositado, luego, como en un dibujo animado, mis ideas más puras e inconsistentes sobre la pétrea yacija a donde vamos. Entiéndanme bien, si pueden, necios míos, escrivivir no es un acto, es, si me apuran, una potencia... una oportunidad, no una alternativa. De ahí que siempre nos parezca que un escritor o zuelo haya de escribir para vivir, en lugar de pensar que para escribir tiene que vivir, de resultas que "escrivivir" no tiene parangón ni condición y así nos va, con los pertrechos a todas partes y a ninguna, coronando cumbres que ya fueron conquistadas y olvidados como se olvida uno de recoger la basura que deja tras de sí.
¡Y toda esta parrafada para decir, al final y al fin, que he perdido el hilo de mi historia y que retomarlo me está costando un sufrimiento impropio por imbécil! Quédense con mis excusas que yo no sé qué hacer con ellas. ¡Adelante!

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Tras la muerte de Isidro, doña Antonia no volvió a ser la que era, andariega y parlanchina, recia y agotadora. Ahora se pasaba las horas recordando en silencio los vívidos años de convivencia y lucha, de superar juntos, siempre, la ausencia de hijos, con un amor más pleno y dedicado, de búsqueda interior en el otro, para mejorar su estima o, simplemente, para aliviar la pena o refluirr en la dicha. Antonia revivía en armonía otoñal las gozosas primaveras y los duros inviernos que pasó junto a su amado. Fue ahora que amó más que nunca y desde el hondo misterio concedido como gracia las lozanas tonterías de su Isidro para hacerla reír, sus incansables intentos de sorprenderla por las mañanas con el antiguo vigor de un joven de cuarenta años, los desayunos en el lecho de previo amor, la música traída de la capital, escuchada como dos niños atentos disfrutan de la melodía de ríos y ruiseñores en el bosque de sueños y aventuras. "Isidro mío, mi Isidro, te amo y te añoro, pero te completo desde mi vida con la que a ti ya te falta. Hazme un hueco en tu alma todavía latente, como siempre hacías cuando íbamos a vivaquear a la noche mágica mirando estrellas y lunas, tú contando historias que nunca ocurrieron ni ocurrirían, yo mirando tus ojos brillar como dos luciérnagas ahítas de su luz... Hazme un hueco, amor de mi vida, en tu muerte, que no es lo mismo que en tu sin vida". Luego, recostada en la mecedora que le hiciera su marido hace ya tanto, de palo rosa, barnizada con cariño, inmortal materia de vivos balanceos, se adormecía y, vive Dios, reía como reía su Isidro, aunque no a carcajada limpia, sino más bien con los acordes propios del vuelo de una alondra, tierna risa de quien se prepara para un largo viaje sabiendo el rumbo, el camino y el (con) sentido destino. Antonia también moría, vaga y cadenciosamente, en brazos de su risa, siempre sonrisa, meciéndose en sueños, soñando en mecidos y anhelados besos qjue ya venían.


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La ceremonia del adiós tuvo lugar en la parroquia de todos los días, con el cura de hogaño, don Indalecio, repleta la iglesia de la feligresía fiel y la otra no tanto. La enterraron junto a los restos de su amado esposo, en un ferviente silencio que reinó durante dos días, a excepción del tenaz ebrio Timoteo, que enamorado de la vida que no vivió, bebía sin vacilación y a tragos largos, lúcidos y ruidosos para no vivir la vida que vivía, viviendo, finalmente, la vida que tuvo y que tenía (disculpen la disgresión, es un personaje que ando preparando para un cuentecillo). La despedida de Antonia se vivió (¡vaya por Dios, cómo viven mis criaturas!) como una pérdida simbólica de lo que años más tarde le ocurriría al pueblo todo y a sus sacrificados moradores, convirtíendose éstos en polvo y aquél en ruinas. Pero antes de que todo esto pasara, el sacerdote, leal ministro de su fe y condición, había recibido en confesión a Antonia (que ya veía rondar la muerte por su casa, como rondan los novios a la salida de misa, cercanos, arrogantes y sobradillos). Durante al menos dos meses guardó celosamente el secreto que todos ustedes, mis huraños y ariscos lectores desean conocer: Antonia, amén de unos cuantos defectillos de fábrica y errores enmendados más por cansancio que por templanza, alguna que otra deuda como la del gallo de Esculapio, le contó al vicario por qué su Isidro reía sin oficio cuando dormía. Al morir Isidro, además del vacío dejado por su ausencia, había sembrado en Antonia un fértil fluir en sueños. Y en sueños hablaba con su Isidro, y en sueños éste le contaba historias como hacía en vida y, por fin, le desveló por qué acostumbraba a reír sin ton ni son en las frescas madrugadas, sin lograr acordarse de por qué lo hacía o, simplemente, que lo hacía. Una vez muerto, gozando de buena salud espiritual, comprendió porque recordó , y recordó porque él mismo era ahora todo consciencia: "Mi hermosa Antonia, qué fácil es ahora reconstruir sin miedo ese puente que tendemos a lo desconocido. Otros habrán descubierto, boquiabiertos, la grandeza del amor de los otros, la miseria del suyo, o el fuera de toda duda de Dios... otros habrán vuelto a su infancia para recomponer la que no le dejaron vivir, pero yo, yo sólo podía pensar en los sueños en los que me desternillaba de risa, contagiándose la mañana, la tal mañana, qué olor a heno y a mejorana, tú y cuantos me acompañaron, hasta el perro Dylan (por Thomas) correteaba feliz por los empinados peñascos, con la lengua fuera y mirándome, con el rabo como un péndulo travieso. ¿A qué no sabes de qué me reía todos esos años? [algún lector impenitente habrá que esté maldiciendo el día en que le dio por entrar en mi blog] Pues te veía a ti, en la mortal mecedora soñando mi risa, riéndote como yo, aunque más serena y limpia. Y me reía porque sabía que nos reencontraríamos en la otra vida. Qué más quieres, vida mía, mi Antonia querida... te espero al alba y hacia a luz".
Cuando Antonia se lo contó en el acto final de reconciliación al cura, lo hizo entre lágrimas de alegría, porque comprendió de dónde nacía no sólo la risa de su marido, también su fuerza cada mañana y su amor de todos los días.


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Don Indalecio, menos contrito y taciturno que de costumbre, fuese de misiones con la fe tamborileando en los nerviosos y nervudos dedos, encontrando la muerte en la fauces de un león hambriento y sin contemplaciones, por despistado y sordo, rezando como estaba a la milenaria sombra de un fresno congoleño, no sin antes haber contado no una, sino mil veces, como las noches de Sherezade, la dulce (lo sé, a veces, edulcorada) historia del hombre que se reía en sueños y de su esposa, origen y fin de tanta espera, tantas palabras y desvelos tantos que este
escrivividor se va a la siesta a descojonarse un rato. Ustedes sean felices.


lunes, 18 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte II)

Han pasado tres días desde mi entrada triunfal (más de 1000 clicks en mi blog es motivo de orgullo, vanagloria, soberbia y estúpida prepotencia, sobre todo teniendo en cuenta que el 40 ó 50% he sido yo quien ha pinchado en este sitio), prometí, no sé a quién, que continuaría la historia del sonriente Isidro, y no seré yo quien falta a mi palabra (¿quién iba a ser, si no, por Dios o pardiez?) Uno de los problemas que tengo a la hora de escribir es que me importa más bien poco lo que escribo, cuido el estilo, procuro un léxico rico, incluso, enriquecido con mi estilo, pero a la hora de construir la historia se me da una higa lo que pase, como si supiera que está en mi mano creadora, que sólo yo puedo dar vida a estos personajes que deambulan sin destino, pero con intenso recorrido, por una vida sin vida o con la mía, si cabe, que cabe. Lo que quiero decir, coño, es que no tenía ni idea de por qué se reía el condenado feliz de mi Isidro, y tampoco sabía cómo podía contarlo llegado el momento de descubrirlo como quien destapa una verdad o un secreto: ¿Quién podría desentrañar el misterio sino Antonia, su amante esposa, la que dormía al lado del bello y despreocupado durmiente? Ante tantas dudas, suelo abstenerme, como proponían los sabios de la antigüedad, abstine y substine. Hablé con mi mujer sobre el asunto, y como ocurre en las mejores familias (doy por hecho que en todas, incluso las que han dejado de serlo), acabé más desorientado y perplejo, con cara de "mirahorizontes" y pensando muy seriamente incumplir mi promesa. Sin embargo, dotado como estoy de la tenacidad de un topo construyendo su madriguera a pesar de su ceguera, que también me es propia, le seguí dando vueltas como el burro tras la zanahoria (me he levantado esópico, ¡vaya por Dios!), hasta que hallé la solución, no sin la inestimable ayuda de la imaginación ajena... un librito en el que andaba enfrascado y que hablaba, sin venir a cuento, y por la cuenta que me trae, de un hombre moribundo que reía a carcajadas al tiempo que se torcía de dolor ante la mirada atónita de familiares, un médico ebrio, un enfermero arisco y un sacerdote sin fe. Fue éste quien le espetó, como quien atraviesa una sardina, "¿De qué se ríe usted, buen hombre? ¿No sería mejor que encomendara su alma al Hacedor ante la halitosa cercanía de la muerte?" Y el moribundo contestó entre esputos de sangre y muecas de sufrimiento: "No puedo dejar de recordar cuando, de pequeño, le conté una mentira a mi padre que ha durado hasta hoy. Le dije, inocente entonces, ahora ya no, que el cuchillo de monte del tío Venancio lo había robado un chiquillo de las cercanías. Mi padre, ante mi sincera declaración, rompió relaciones con su hermano por acusarme de forma infundada. Desde entonces, una mentira como aquella se hizo presa en mi carácter y no dejé de hacerlo, de mentir, se entiende, durante toda mi vida, y las consecuencias de mis mentiras fueron siempre tan terribles como las de mi padre y su hermano Venancio (no volvieron hablar, ni siquiera cuando éste falleció, aunque si falleció de qué coño iban a hablar...) . Tuve éxito en la vida (como todos los éxitos, insuficientes, raros y relativos), pero aquella mentirijilla para salvar el pellejo me persigue hasta éste mi lecho de muerte, y no puedo parar de reír ante la escrutadora mirada de Venancio que está allí sentado, desafiante, esperando mi estertor". Y continuó riendo hasta que la palmó, presa de su risa, tal vez su miedo, su culpa y su arrepentimiento. De Venancio no se supo.
Y hasta aquí lo que ha dado de sí mi oficio. Mañana, siempre mañana, contaré la historia de Isidro y su risa onírica. No se precipiten, sean pacientes e imaginativos. Lo bueno se hace esperar, mi historia también. Y a quien no le guste, ya sabe, una de ajo y otra de agua. Saludos desde mi privilegiada posición de escrivividor. VALE.

jueves, 14 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte I)

Sólo aquellos que sonríen después de toda una vida, han comprendido el sencillo misterio y sonríen porque se lo llevan a la tumba

Hubo un hombre, en mis recuerdos soñado, que, en sueños solía reírse... quizá de sí mismo y de lo ya vivido, o quizá de lo que viviría una vez despertara. Nunca se sabrá, pues, ¿quién, entre vosotros, humildes lectores, ha logrado reconstruir con la despejada mente del amanecer el extraordinario y misterioso puzzle que el subsconciente crea y recrea para deleite de los traviesos soñadores de hombres? [¡Vaya preguntita me he marcado, con dos pares! ¡Qué tendrá mi retorcida inteligencia -o qué no tendrá, dirán algunos amigos de lo ajeno- que no se conforma con una oración principal y otra subordinada!]
Hubo un hombre, decía, que se reía en sueños como quien lo hace en la vigilia. Tenemos noticia y constancia de tal y asombroso hecho por la esposa, que aún vive, Dios le guarde la memoria y al finado esposo en su gloria. Doña Antonia, de natural encogido y tímido, se soltaba cuando hablaba de su difunto, a quien amaba por encima y por debajo, incluso de lado, si preciso fuera, y lo hacía con claridad y desparpajo, no omitiendo detalles íntimos que ruborizarían a jenízaros y mogoles después de sangrienta batalla.
El matrimonio Estévanez, la ya mentada Antonia y el sonriente soñador Isidro, duró lo que dura media centuria, bodas doradas celebradas por todo lo alto en el bajo de la parroquia que los vio contraer nupcias y estómago, aunque no con el mismo sacerdote, que al primero se lo llevó la porfiria. El segundo, don Indalecio, joven paulino de 73 años, a punto del retiro obligado, dijo al concluir la ceremonia: "¡Vaya par de tortolitos estos Estévanez! Si por mí fuera, los casaría todos los días. A mí me da que la luna de miel les ha durado hasta hoy. La ciencia es que avanza una barbaridad". No hubo tiempo para preguntarle al párroco el gozoso significado de sus últimas palabras (las de la frase que pronunció, caramba, que el Indalecio de nuestra historia aún habría de durarnos un lustro, pero ya de eminente emérito, con destino al monasterio carmelita de las Batuecas).
A esos cincuenta años hay que añadirles dos más, los que permaneció vigilante y durmiente, según uno se levante o se acueste, nuestro Isidro. Cincuenta y dos años sin hijos, aunque también sin apenas dineros, ni parientes conocidos, ni viajes (salvo uno al pueblo de la mujer, Antonia, por motivos de herencia que no heredó, hace ya tanto que el pueblo tiene otro nombre), poco más de medio siglo en el mundo, juntos y también algo revueltos, dedicados a nutrir sus vidas con el amor y devoción de inexpertos enamorados, paseando de la mano por los castañares y robledales de Zarzalejos (pueblo de España, en la raya íbera, bañado por el Tajo y una luz atlántica que para sí quisieran los brumosos y tristes pueblos del norte), practicando carantoñas y caricias y risas que luego perfeccionarían en la intimidad del hogar.
Isidro era fraguador, herrero de vocación desde que vio de niño el cuadro velazqueño de Vulcano y sus muchachos, sudorosos y hercúleos, atizando con el silencioso martillo el sin queja yunque ni lágrima. A los 12 años entró de aprendiz a la herrería de don Eufrosio, que lo trató como lo que era, un ganapán atento y dispuesto. Depuró la técnica hasta el punto de hacer cerrajes con filigrana, siendo muy celebradas años más tarde, las verjas con motivos florales y las cancelas jónicas. Cuando contaba la edad de 19 años, chaparro pero elegante, ceremonioso y algo pisaverde, yendo de camino a la misa de 12, topóse con la joven y hermosa Antoñita, acompañada de su hermana mayor, bastante mayor para ser hermana -decían las malas y descaradas lenguas-, bella también aunque fría. Al pasar junto a aquella pareja de hermanas, elevó una sonrisa a los cielos como quien eleva una plegaria, de hecho fue plegaria aquella sonrisa pues pedía con todas sus fuerzas que la tierna Antonia le devolviera la plegaria, quiero decir la sonrisa. Como así fue, y una brisa de mediodía tumbó la desdicha y la desgana, y la desidia... hasta la homilia de quien fuera ministro de aquella iglesia, el de la porfiria, se hizo grata y dulce y todo el pueblo, menos uno (siempre hay uno en el pueblo que lleva la contraria) celebró aquel día, que terminó entrada la noche, con una espontánea romería a la ermita de la Virgen de Loreto, tan improvisada que a nadie se le ocurrió llevar comida ni pertechos para la campestre campaña, por no llevar no llevaron al menos uno, que quedóse en el pueblo, solo y regañado como el perro atado y sin comer. No importó, que ya hubo quien se encargó de pescar del caudaloso río, decenas de tencas, y otro y alguno más, recogió frutas y níscalos tardíos, y el agua no habría de faltar, pues corría saludable y nemorosa a raudales. ¡Qué fiesta aquella sin fiesta alguna que celebrar! ¡Qué dichoso domingo romero en que el arrogante herrero Isidro y la preciosa Antonia se conocieron para nunca más separarse!

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Como viene siendo habitual en estas historias blogueras, me tomo un descanso de varios días hasta que retome donde lo dejé, si la pereza me lo permite. Y si no, disculpen las molestias o, mejor, culpen al molesto, que es más fácil y desfoga más.

sábado, 9 de mayo de 2009

Dicibantur ille... Decíamos ayer

Ante la masiva respuesta que ha sucitado mi anterior entrada, y en modo alguno puede ser considerada -la respuesta- ni grata ni gratificante, sólo me queda pedir disculpas o rendir cuentas. Siendo lo primero bastante sencillo, lo segundo es como los mitos de Sísifo y de Prometeo juntos. Pues, ¿puede alguien de alma noble y corazón humilde decirme si al rendir cuentas ante los hombres o ante al Altísimo, no ha sentido un escalofrío en la cerviz como si fuera a ser decapitado por una salvaje y certera espada?
Errático, como de costumbre, socarrón a ratos y confundido siempre, mi idea de la esperanza, nacida al albur de mis metódicas aunque romas lecturas de la obra de Gabriel Marcel, se ahogó en su propio vómito verborreico y petulante para acabar siendo pasto de filósofos buitres y carroñeros místicos sin escrúpulos (aunque parezcan insultos, sólo pretendo figurarme a los maestros metafísicos alimentándose de mis errores e inútiles observaciones).
Rendir cuentas como quien rinde plaza (véase la anterior y poco triunfante entrada) consiste sobre todo en una valiente autoestima (entendida como los antiguos lo hacían, contemplarse con todo el acervo que uno es, hace y representa, y no como en nuestros días que a cualquier chiquillo con ínfulas de hombre le decimos sin ton ni son que la autoestima es poco menos que ser, hacer y representar una jodida y estúpida etiqueta ante los demás, por ver si somos aceptados, comprendidos y amados... ¡Vaya por Dios!). Reconocer no sólo el error -a gritos voceado por las calles y plazas-, no sólo enmendarlo o intentar corregirlo, también, y, especialmente, dejarse re-coger (los despojos que aún quedan y las sobras que uno es) por el rastrillo de Dios, entregarse en alma y cuerpo a la meditación y, si cabe y se sabe, a la oración. Únicamente así entiendo yo la expresión "rendir cuentas". Por ello, desde esta misma mañana me he dedicado a escuchar el hermoso y contundente silencio de Dios... y sólo Dios sabe en qué acabará todo esto.

La esperanza es la virtud por la cual uno no se regodea en el dolor ni la angustia, ni se baña en las lastimeras aguas del "me acuso", la esperanza es vencer al miedo a vivir y, por curiosa extensión, VIVIR, con todo lo que ello implica, con ESPERANZA.


Espero que mis lectores, que se cuentan por miles como las amenazadoras legiones que se citan en las Sagradas Escrituras, reciban mis excusas no como quien se acusa, sino como quien se supera y se proyecta en los otros, mis hermanos y semejantes. Gracias y adiós.

jueves, 30 de abril de 2009

El don de la esperanza

Comprobad cuánto de cierto es que la esperanza es lo último que se pierde, pues es lo último que se tiene. Y se tiene, precisamente, porque al no tener nada o haberlo perdido todo, nos queda siempre la luz y el misterio, tan insondable como preciso, de esperar tenerlo otra vez todo. Cuando digo "todo" quiero decir "algo", pues en el intrincado lenguaje humano perder todo es no decir nada y tenerlo tampoco, pero tener esperanza lo significa todo y perderla es tanto como nada. ¿Me explico, barbudos y lampiños, sabios y nescentes, pedantes y peregrinos, poetas y prosaicos, lameculos y castos, impulsivos y prudentes [quien quiera añadirse, al no encontrar su identidad manifiesta en esta pregunta, puede hacerlo en la sección de comentarios. Ya he dicho en más de una vez que este blog es interactivo]?

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A decir verdad no tengo constancia de nadie que haya poseído la esperanza, pues ésta no es propiedad sino pertenencia, así como no se posee el don de la poesía sino que se pertenece a ella por derecho o por mérito o, ya que estamos, por constancia. Y me consta, y dale, que si algo no se posee pues no se tiene, no se puede, por ende, perder. Pongamos por caso la virginidad. Ésta necesariamente no pertenece a quien la ostenta, sólo la guarda y protege, hasta que la pierde y no entro a considerar en qué términos. Pero en tratándose de gozosos misterios como la fe, la esperanza o la caridad (como sé que hay a quienes estas palabras les molestan o confunden, por tener una venda en los ojos del alma -en este caso, sí que se posee [la venda, sirva como ejemplo, además]- sustitúyanlas por emociones menos imprecisas y comprobarán en sus carnes de lo que hablo), éstos no pueden poseerse ni retenerse, como una fortaleza amenazada y sitiada. Se pertenece a ella como pueblo amenazado y sitiado, dispuesto a morir o a rendir la plaza, pero la plaza o fortaleza pervive, a pesar de la sangre y lágrimas derramadas. Así, el hombre, cuando nace pertenece a la VIDA y no al revés, y no la pierde al morir, pues nunca fue suya... así la esperanza (que es de lo que se trata, porque a mí me sale de donde debe) es un don, un obsequio conque la naturaleza divina nos regala para que no salgamos al mundo tan desnudos y escuálidos. Recorremos a tientas y a sordas los intrincados senderos vitales, pasando del asombro al rencor, del rencor al perdón, del perdón al olvido, del olvido a la templanza, de la templanza a la tibieza, de la tibieza al riachuelo ardiente del deseo y de éste al mar rejuvenecido y bravío de la ignorancia, sin que por ello, la esperanza se resienta lo más mínimo (hasta el suicida pertenece a ella como el deforme a la forma, o el maricón al sexo -pese a iglesias y dogmas-, o, sin ir más lejos, la uña al dedo... al menos en los ungulados, vaya por Dios). Insisto, coño, se puede vivir sin fe, incluso, si me apuran, sin caridad (de hecho, somos un ejemplo viviente de ello) , pero nadie vive sin esperanza, porque la esperanza pervive en la vida sin nosotros, como lo hace el aire en un campo de agramante o akeldama, después de una sangrienta batalla y miles de cadáveres adornando el escenario de victoriosos y vencidos, como lo hace el barro de que estamos hechos, haya llovido a mares o la sed inunde la materia... pues, en esencia, la esperanza no es substancia, es, y que me cuelguen si no creo en lo que digo, transcendencia. LA ESPERANZA ES, carajo, NO SE TIENE.

[Si algún alma considerada tiene a bien explicarme todo lo dicho líneas más arriba, se lo agradeceré como es debido: con una gloriosa carcajada. VALE]

sábado, 18 de abril de 2009

El abismo de ti mismo

¿Qué tendrá esto de la conciencia que te empella hacia el abismo de ti mismo? Una vez estás ante el cantil, te contemplas en pánico y compruebas, no sin desaliento, que eres tú mismo quien ha vivido así de gillipollas, arrogante e ingrato, y decides tirarte al vacío a ver si de una vez por todas se rompe la irresistible magia de vivir por vivir. Pero no hay tu tía. Si te lanzas, descubres que la caída (hostia libre, que yo llamo, porque me da la gana) sólo es momentánea (como una borrachera exagerada y lagunera); si por miedo te quedas al pie del abismo, vislumbras a lo lejos todo lo que te queda por saber de ti mismo y no te gusta, como no te hace mucha gracia todo lo que ya has vivido. Es una gran y jodida broma que la vida en sí te gasta a ti per se (o por ti). Si se percatan, es como un terrible y cansino círculo, donde el origen es uno mismo y acaba en un mismo, coñazo e imperturbable, como una estatua o quimera (lo mismo da que da lo mismo) que te mira fijamente porque, en realidad, es un espejo. Y yo no especulo con paradojas: la estatua o quimera (lo mismo da que da lo mismo) eres tú. Conciencia pura y dura. Créanme... si se la encuentran por un casual, no piensen que se trata de la mía, detective al uso, sabueso incansable, sino la suya que les persigue. No se apuren, es un juego inmortal, donde nadie pierde ni gana, pues pierda o gane la conciencia o tú, el caso es que la partida acaba contigo y en ti, y vuelta a empezar. ¿Divertido? No tiene ni puta gracia. He dicho.

jueves, 19 de marzo de 2009

Las estrafalarias teorías de Cantamornin Jules

Permítanme que les hable del extraordinario caso de un individuo que llegó por su propio pie a la conclusión de que sin él en el mundo, éste, el mundo, sería un caos de horribles o nefastas consecuencias. Empezó como casi todo en la vida, sin permiso, con una libertad digna de errático viento o de mar embravecido. Siguió peldaño a peldaño, como casi todo en la vida, sigilosa y a plena voz como una torre babélica, y acabó, como casi todo en la vida, derrumbándose y envejeciendo en el olvido, como las ruinas sangrientas de un campo de agramante o como este párrafo que se agota y extingue... como casi todo en la vida.
Se llamaba Jules Highlight, había nacido entre los gritos de una madre enfurecida por el parto y las amenazas de un soldado americano (a la sazón, padre de la criatura) al matrón que ayudaba a traerle al mundo. Cuando los gritos y amenazas de los adultos perdieron su vigor, empezaron los del niño recién nacido con una virulencia impropias de un bebé. Al parecer tenía hambre (estaba alimentándose en la placenta cuando la madre naturaleza envió su claro mensaje de "No se admiten devoluciones"), mucha, y el crío se desgañitó intentando hacerse comprender, mientras los confusos padres lloraban de alegría y el partero reclamaba su derecho a pirarse al bar más cercano a celebrar el parto 1.000 en las que sus hábiles manos (siendo dos, ¿hablaríamos de destreza?) habían participado.
El joven Jules creció sano y algo regordete, rubicundo de rostro y manos, con la mirada propia de quien va un paso por delante de los demás y, quizá, de sí mismo, lo que se comprende si no se mira nunca atrás. Como apenas veía al padre, con cientos de misiones en países a control remoto, el niño se volvió algo gilipollas y contestón, con una madre consentidora y encantada con su retoño, ciega a las críticas o a las advertencias. Jules Highlight se estaba haciendo hombre, pero sin el artículo indeterminado; hecho éste que pasa en las mejores familias, confundiendo la hombría con los músculos y la madurez con la altura.

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Tan lejos andaba Jules de comprender lo que se le venía encima de seguir siendo tan caprichoso y cantamañanas como lo estaba su padre de corregirle y enseñarle un poco de lo que da el Ejército (a su extraña manera y disciplina) y otro poco la conciencia (también a su extraña manera sin disciplina que valga). Los valores que hacían de Fredric Highlight (el padre) un buen hombre, a pesar de obedecer órdenes en ocasiones absurdas o antinaturales, están en la vida misma, en ese árbol de la ciencia que da frutos perennes pero que una vez se mordisquean dejan un sabor amargo en la boca del alma, de ahí que no sean pocos los que deciden apartarse de él y probar en otros árboles más asequibles, sabrosos y efímeros. Cuando el padre regresó de una de aquellas misiones acabadas y firmadas por los grandes uniformes de gala y medallas al pecho, se encontró con un retoño bien crecido, arrogante y retador a partes iguales ( la mera presencia del padre en casa era una amenaza al estatus de tirano logrado por el joven Jules sin apenas esfuerzo y mérito). Sin ser una bienvenida distante o fría, Fredric se sintió desplazado hacia algún lugar incómodo y sin nombre, una especie de ostracismo silencioso con demasiadas normas y poco juiciosas, una condena abierta a marcharse por donde había venido.
Pero Fredric estaba curtido en las batallas no declaradas ni lidiadas, tan acostumbrado estaba a la insana venganza o al rencor centenario entre hombres que aquello sólo le importunó lo justo para mandar callar al insolente muchacho y hacerle un gesto a la irresponsable y floja esposa y madre para que fuera hasta la habitación de matrimonio (ya en desuso aunque gastada) a cruzar unas cuantas palabras sobre aquella estúpida situación creada en su ausencia: o las cosas volvían por los fueros propios de una familia con padre, madre y un adolescente, o él se encargaría de forzarlas. Parecía injusto, teniendo en cuenta l0s largos periplos, romper la magia entre madre e hijo (a la manera de Penélope y Telémaco o de Hamlet y su madre Gertrudis) , reclamar el trono cuando éste había sido ocupado (usurpado) por un niño que cuidaba a su madre con ternura y devoción (sentimientos éstos que ni por ensalmo conocía el joven Jules, pero la ceguera de la madre soberana creaba cielos donde infiernos y luces donde sombras, yocastas donde edipos). Injusto era, quizá, pero Fredric no estaba dispuesto a tolerar tamaña afrenta, tan bien injusta, si cabe más por ser él quien alimentaba y protegía a aquella perdida familia. Durante algún tiempo, la farsa prosperó y sirvío para templar los ánimos: la esposa/madre se entregó a su esposo/padre en actitud servicial sin ser servil, solícita sin ser puta, amante sin ser amorosa, devota sin ser santa (lo que viene siendo una farsa, carajo); el esposo/padre se mostró atento y callado, avizor y azorado, más amaestrado que maestro y, enfurruñado más que airado; y, al fin, el hijo, el joven Jules, demostró una habilidad asombrosa en el arte del fingimiento, la mentira y la intriga, convirtiéndola en una prolongación casi natural de su personalidad, descubriendo, además, la enorme utilidad que le prestaba en otros ámbitos fuera del hogar. Se hizo líder improvisado de un grupo de rezagados mentales de su clase que le seguían como acólitos o como secuaces, según fuera el caso. Engañaba a profesores y a cualquier adulto (adulterado) que se dejara convencer por sus sofisticados juegos de barata dialéctica. Gustaba a las chicas como gustan los animales de pelo suave y mirada cálida, por parecer dóciles y fáciles de domeñar. Y con todo este bagaje, el joven Jules se convirtió en el Cantamornin Jules que conocí y al que en la entrada siguiente les presentaré.


domingo, 1 de marzo de 2009

Ustedes se preguntarán por qué no llueve nunca a gusto de todos. Pues, sigan haciéndolo y descubrirán que hay diversidad de opiniones, y ahí está el quid de la cuestión. Yo llevo toda la mañana entretenido en menesteres varios y domésticos (un arroz a la cubana, la lectura de los ensayos de Montaigne y escuchando a Johnny Cash en sus peores tiempos). Una vez que tenía el plátano frito por ambas caras, se me ocurrió, así de repente, que si pensáramos de igual manera y criterio, acabaríamos chocándonos unos con otros por las calles sin asfaltar, balbucearíamos un saludo porcino y Dios se apiadaría de nosotros y nos devolvería a nuestro estado más primitivo en busca del fuego. Creo que fue este regalo de Prometeo (el pobre, cómo acabó por la ira de Zeus) el que me trajo a las mientes este discurso vago e inútil... ¿qué serían de mis plátanos?, me pregunto. ¿Qué sería de nosotros nunca?, se preguntaba un tal Staton en Tierra baldía. Decidan ustedes qué pregunta es más inteligente, seria y capaz. Ya han tardado... es que los plátanos han tenido siempre muy buena fama y la ontología no tanto. En fin, como decía, nunca llueve a gusto de todos.
De hecho, yo, cuando llueve, me vuelvo inquieto como tierno vástago. La lluvia anuncia cambios, gratos unos, amenazadores otros, los más, previsibles de tan repetidos. La lluvia, sin acojonar, nos vuelve taciturnos y uraños y un poco gilipollas. Hablo de mí, por supuesto, pero les incluyo a ustedes, porque se me da una higa acertar o no. A ver si sólo va a globalizar Internet, la caja tonta o el conspicuo Eduardo Punset y su alma en el cerebro.
Creo que no voy bien, y es, pues, buena razón, por no decir, inapelable, para dejarlo ahora que puedo. Esto de filosofar por las buenas y a las buenas de Dios, no encaja con mi natural metódico y maníaco. Que os sirva de aperitivo, de invitación a no dejar que me ausente por tanto tiempo. Idos al carajo con Dios. VALE.

lunes, 23 de febrero de 2009

Homenaje a los electrodomésticos... esos grandes olvidados

No entiendo la ingratitud provenga de quien provenga. No diré aquello de "de buen nacido..." (completar la frase: así mi blog será dinámico e interactivo), pero cierto es y siempre lo ha sido que la indiferencia del hombre hacia sus propios inventos y mejoras en la vida diaria es legendaria. ¿Dónde quedaron las gracias de los civilizados helenos ante sus termas y las entradas traseras? ¿Dónde [para no irnos muy lejos en el tiempo], los sacrificios en honor de los venerables sabios que crearon el cigueñal para sacar el agua de los pozos subterráneos; y qué me dicen del bidé para que la limpieza del polaco no fuera sólo cara, manos y sobaco, sino también las pudendas y poderosas partes? Acaso, el teléfono no es para muchos el pan de cada día y para otros un pan con dos hostias, y con su pan se lo coman o con un pan bajo el brazo y al pan pan... Seamos serios, hombres de Dios, no hay día que no se nos bendiga con un hallazgo, diábolico o angelical, eso poco importa para el caso, que allana nuestras vidas hasta convertirlas en una locura de dolce far niente o de no parar de hacer de tanto con que hacerlo. Inventores hay por doquier, como las brujas y meigas, a-nónimos y a-sueldo, tristes y desabridos, jugueteando con sus cacharros y cachivaches hasta dar con el eureka (según los vasconios es palabra nacional, que ni Arquímedes ni gaitas, un tal Sodio Carbonozábal la gritó con doble erre cuando encontró a su mujer yaciendo con un oso pirenaico y del lado francés). Que si ayudamos al varón a afeitarse con suavidad y elegancia, que si un sillón masaje para la espalda y cervicales, un abrelatas funcional, un pelajos (pela los ajos, que si no, no se entiende, diantre), y, cómo no, la pulquérrima vaporetta, que tan buenos y cansados momentos nos ha dado sin gloria.
En nuestra condición humana (no iba a ser elefantíaca), el olvido y la ingratitud se hacen hueco en nuestra alma errante y nos pone en la picota de los días para sacarnos los colores, aunque se le da un ardite al hombre, pues acostumbrado como está al ridículo, al bochorno y la supina estupidez, tira tieso y egoísta por donde Dios le guiñó un ojo.
Que no omita yo, caigan sobre mí diez maldiciones gitanas si así fuere, la lavadora. Yo crecí viendo a mi madre frotando en una pila de cemento la ropa que íbamos dejando en el cestillo de mimbre, como quien da limosna, con la espalda gritando de dolor, en silencio para que no se enteren los brazos que trabajan. Cuando llegó la lavadora (Newman de marca, que nos recordaba a todos al bello, finado y sólido actor del Hollywood), mi madre se mostró distante y algo incrédula, pero luego de ver su eficacia, su rapidez, su comodidad y su larga vida, échose a llorar por la bendición, y rezó un rosario entero, que se dice pronto, mientras contemplaba el rodillo girar y girar. Más adelante, vinieron como por ensalmo y de seguido, la cafetera, la licuadora, el exprimelimones, el cuchillo trinchador (a éste tendría que escribirle toda una entrada dedicada a objetos inútiles, al lado de la maquinilla de liar cigarros o la menos asombrosa por ineficaz terapia psiquiátrica) y, finalmente, el lavavajillas, que mi madre rechazó por considerar que era para vagos (en realidad utilizó el femenino, qué le vamos a hacer, eran los tiempos) y zafios de varia jaez. Os emplazo a echar un vistazo por casa y descubrir cuán agradable se nos hace la estancia, mientras trabajan por nosotros los cacharros de toda la vida, olvidados, algunos semirrotos, avejentados y sin quejarse, esperando ser sustituidos en cuanto no funcionen (como se hacía con los esclavos negros no hace mucho y sé de buena tinta se sigue haciendo). Sirva este largo párrafo de homenaje póstumo, o, cuando menos, tardío. ¡Qué hubiera hecho yo sin el barbiquí que me taladra o la gramola que me alivia el sendero!

viernes, 20 de febrero de 2009

El corajudo y levantisco Orson Tell [Segunda y última parte]

Lo prometido es deuda. Que nada ni nadie enturbie el hilo de mi historia, fino como la pata de una pulga.
Estábamos en que, ya sereno, Orson Tell se presentó como tal, procurando explicarme los últimos acontecimientos de su vida que le habían llevado al extremo de convertir su existencia en un hatajo de nervios, confusión y cólera.

"Yo, mi estimado y noble señor, era antes sobrio y muy dado a la meditación tempranera. Madrugador y poco amigo de palabras, me entregaba con denuedo y tenacidad a las labores propias de mi gremio, a saber, podador de olivos. Íbame hasta el agro donde crecían silvestres estos árboles mágicos y retorcidos, de fruto sabroso y líquido inmortal. Pertenecían todos ellos (si es que se puede poseer la belleza y la verdad, por no hablar de la unidad) al maese Junípero Ortigaz, a quien usted tendrá el honor que no el gusto de conocer por sus muy variadas empresas y díscolos negocios. Durante toda la jornada, que duraba no menos de diez horas, pasábame cortando aquí unas ramas imposibles (que por mí tengo lo hacían de noche y a mala uva, o, en este caso, a mala oliva), allí deshaciendo nidos de mitos o de carboneros, echábale agua por donde no había sombra y antiparásitos donde los rayos del sol no se alojaban ni queriendo. Cuiadaba y protegía los olivos como hijos que nunca tuve ni quiero. Y ya le digo, una mañana, serían las siete de la tarde, un rayo enojado colóse por mi entrañas, dejándome patitieso y atolondrado durante horas (esta vez serían las siete de verdad). Al despertar tenía un regustillo a aceite en la boca, las manos brutas entumecidas, y los hombros cargados como si hubiera llevado el peso del mundo como Atlas. Cuando me incorporé, noté que las valentías y bravuconadas se me hacían hueco donde antes no había sino miedo y temblor. Las palabras salían de mi boca sin permiso y en avalancha, como con prisa; mi mirada, antaño medio dulce medio discreta, era ahora una órbita celeste de centenares de estrellas disparatadas. Mi pelo, ralo por costumbre y modo, estaba alborotado y todo en mí, en fin, había adquirido el aspecto de uno de los olivos que yo mimaba, pero en hombre, con todo lo que ello conlleva. Desde entonces hasta ahora, no vivo en mí, se me desatan los demonios por cualquier litigio de andar por casa... que si me ha crecido una mala hierba en el jardín de atrás, que si el día despierta gris y plomizo, que si el Junípero de marras paga mal y tarde, que si aquella mujer grita demasiado, que si usted se pone en medio... le lanzo dos hostias. Por mis muelas, que le rompo el costado por cuatro sitios si me sigue mirando de ese modo, malnacido, cabrón..."

Afortunadamente para mí y el resto, el devenir del que hablaba antes volvió y Orson Tell se serenaba hasta nueva orden. Aquel mal rayo le parta de un Júpiter aburrido y ocioso, le trajo sinsabores a Orson y, como si de una metamorfosis se tratara, hizo de este pobre hombre, antes un bendito a ratos libres, hoy un diablo enfurecido a jornada más o menos completa, según qué vientos y decires. Vi unas cuantas veces más a Orson Tell. Supe que le despidieron, después de un ERE que orquestó el maese Ortigaz con maña y saña, y ahora se dedica a podar pinsapos que se venden a granel. Ora está como el lagarto al sol, ora se envalentona con una sombra como un gato cuando juega con una hormiga. Ora calla, ora grita como un poseso. Ya tumbado mirando al cielo ingrato, ya corriendo como Usain Bolt. Horas amargas le quedan a este corajudo y levantisco Orson Tell, que Dios en su infinita misericordia, le acoja en su seno, que no creo yo que se atreva a decirle ni pío a quien olivos hermosos y centenarios y a hombres creó, amén de que tengo entendido de que los guantazos divinos son muy dignos de ver y muy dolorosos de probar. FIAT y VALE.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El corajudo y levantisco Orson Tell [Primera parte]

Una clara mañana, en que andaba yo entretenido con algunas hierbas del jardín, clasificándolas según Linneo (esto es, a mi antojo y en manojo), pasó como una exhalación un hombrecillo que no levantaba del suelo ni 5 pies (salvo los dos que le servían de armadura para andar, ya saben), resollaba como un caballo después de una galopada exhibicionista, y hablaba como si fuera a perder el don de la palabra en cualquier momento. Yo, que de por sí soy despistadillo y algo acojonado por un quítame allá esas pajas (cobarde, que suena y dice mejor), me encogí de hombros, me pegué la barbilla aperillada al pecho en señal de sumisión, como sé que hacen algunos animales vecinos míos cuando viene el guarda ciudadano, y esperé a que pasara aquella tormenta humana, verborreica y colérica como pocas veces había visto (mi madre, en un par de ocasiones y a la desesperada). Y pasó. Vaya si pasó. De repente, lo que antes no había sido sino un torrente de ira y angustia, todo mezclado, como la memoria y el deseo de Elliot, de indignación y orgullo pisoteado, ahora era un devenir. Y ustedes se preguntarán qué es un devenir en este contexto. Pues yo se lo explicaré encantado, que para eso estamos en este oficio sin maestro ni maestría. Aquel señor bajito y malhumorado, por nombre Orson, de apellido Tell, se calmó. Como lo hace una madre jabalí cuando contempla a sus jabatos lejos del peligro, o como he visto que acostumbran algunos bebés cuando la madre mamífera les da su calostro. [Sí, lo sé, amigo Carioco, hace tiempo que tenía que haber llegado donde me propuse, pero... ¿y si lo que me propuse fuera esto que lees?]. Vuelvo a decirlo, por si se lo han perdido (me los imagino yendo al servicio, como sé que hacen cuando ven la televisión y ponen anuncios): Orson Tell se calmó y lo hizo de súbito, que de cúbito no podía por una lesión antigua y penosa.
Hasta aquí mi encontronazo con este personaje tan real como el tordo que acabo de ver pasar por el tejado de mi casa. Mañana les cuento la historia no tan real de Orson Tell que me fue dado conocer de viva voz por el mentado, con aspavientos propios de un cantante de ópera. Lo dicho, hasta mañana.

lunes, 16 de febrero de 2009

A don Carioco, por faltón y certero

De los tres seguidores que tiene este endemoniado blog (palabra fea, carajo), uno de ellos es esposa (que lo lee por si entro en falta), el otro, amigo (obligado -a leer el susodicho, no a ser amigo-, coño, que todo hay que explicarlo) y el que resta, amigo también, y de la infancia, el único que conservo, de higos a brevas me echa un vistazo para dejar su huella imborrable de Carioco lunático y porrero. Pues bien, este último, me aconseja, con sutiles advertencias, que haga más breves mis entradas, recordándome de paso una frase célebre de un Gracián olvidado, que no tiene todo el día para dedicarme tanto tiempo, que sí que le gusta, leches, pero que no, vaya, que no está ni de coña dispuesto a que le crezca la barba mientras se vuelve tarumba buscando en el diccionario las malditas palabrejas que él jura y perjura no existen. Como razón no le falta, aunque no ande sobrado de ella (para qué callarlo, amigo, a estas alturas de nuestras vidas por debajo del nivel del mar y de casi todo lo demás), en honor a él, haré que esta entrada, al menos, sea tan breve que voy a darla por zanjada. De hecho, si me apuráis, me sobran diez líneas. Y, sin embargo... qué ganas de seguir tecleando como un inspirado psicótico alumbrado por legiones de ideas y palabras. Palabras, palabras. ¡Qué haría yo sin ellas!

sábado, 14 de febrero de 2009

La verdadera resurrección del Ave Fénix

Hace miles de años, una criatura fea de narices -y otras partes que se omiten con la esperanza de cambiar el rumbo de las palabrotas de una vez por todas- tenía la también fea costumbre de resurgir de sus cenizas, convertirse en un gusano y crecer hasta hacerse una y otra vez el ave que conocemos como Fénix. Pues bien, hasta aquí, y muy resumida, la historia mil veces contada de este travieso pajarraco que ha servido a fiolósofos, escritores, e, incluso, periodistas e intelectuales a dedo, políticos de medio pelo y amos de casa, para elaborar sus finísimos discursos, hirientes algunos, dadivosos otros, los más, inútiles y un mucho arrogantes. El caso que me trae a estas páginas (amén de mi deber de inocular en mis lectores un poco de la sabiduría que poseo) es la aparición de Metrodoro de Chío, personaje que afirma ser el Ave Fénix, en su trillonésima resurrección. Nacido a orillas del Helesponto, muy cerca de la ciudad desaparecida de Dardanos, muy pronto destacó como desplumador de pollos, insólita y temprana habilidad que le valió el sobrenombre del Polluelo y un ascenso en la jerarquía social, haciéndose valer en el duro oficio de juntapiedras (arte remoto y ya arruinado que consistía en reunir rocas de todo tamaño, forma y condición y colocarlas en diferentes lugares para despistar a los futuros antropólogos y especialistas en geología). En una de éstas, Metrodoro arrancó con sus propias manos (en aquellos tiempos, las extremidades de los hombres se ajustaban más a las tallas de las cosas que le rodeaban) dos farallones del Egeo, solitarios, que se miraban de reojo y con malas costras, y los colocó juntos (de ahí el nombre del oficio antes mencionado) en forma de abrazo fraterno sobre una eminencia que llamaron Dardanelos (tristemente conocida, siglos más tarde, por ser motivo de disputa entre muy variados pueblos). Aquello fue el non plus ultra y nombraron a Metrodoro, caballero ejemplar de Chío (isla de las costas de Turquía, llamada también Quíos, y donde dicen nació Homero y el matemático Hipócrates, aunque se nos da un ardite en estos momentos quién y dónde...), honor que en lugar de gloria le trajo a Metrodoro angustia y ociosidad a partes más o menos iguales. Sin nada que hacer (cobraba estipendio de las arcas de la isla que ahora llevaba en su segundo nombre), vivía en rica choza, frente a un lago del color de las llamas de una hoguera a medianoche, sin mujer ni hijos que le sostuvieran en la vejez (aunque bien mirado, por entonces, sólo frisaba la treintena), y sin más vecinos que una atolondrada alondra buscando a la desesperada hembra para la coyunda y posterior nidada, un perro flaco que llegó un día y no quiso irse (a pesar de que Metrodoro no le daba de comer, ni le acariciaba, por no hacer, ni le tiraba piedrecillas para que el tontolahaba cánido se las trajera meneando la cola pulgosa) y una carpa que vivía en el lago, que brillaba como una amatista y saltaba y brincaba y hacía cabriolas para que Metrodoro aplaudiera y sonriera al menos. Poco más tenía Metrodoro de Chíos en aquella su decente y olvidada existencia, hasta que corajudo y algo imprudente, metióse en el lago hasta la rabadilla (hacía un frío de pelotas), gritó dos palabras ininteligibles (luego, un paisano reveló que tales palabras fueron: "¡La madre que parió a este elemento llamado líquido vital!". Como puede verse eran más de dos palabras, pero el narrador insistió que todo cuanto dijo era verdad y nada más que la verdad y a ver quién osaba contrariarle) y hundióse hasta el fondo (unos dos metros, pulgada más pulgada menos) y no se le volvió a ver hasta el momento en que llegóse hasta nosotros (humildes mortales del siglo XXI) con cara de pocos amigos (ninguno, para qué engañarnos) y la asombrosa declaración de que era el Fénix, el mismo que viste y calza, en su trillonésima resurrección, añadiendo a los allí concurridos en fiel asamblea: "Estoy harto de que se hable de mí como si no existiera, como si sólo fuera un ave de la mitología helena y de Troya, una puñetera y aburrida metáfora de los hombres que caen y se levantan (boxeadores, algún que otro futbolista metido a cocainómano, políticos corruptos que piden perdón y remontan el vuelo dando conferencias en prestigiosas universidades cobrando una pasta gansa, periodistas borrachos que reciben premios por escribir un libro de memorias, etc.), que si me prendo fuego y sin rechistar , que luego me incinero a mí mismo cuando me da la gana, como si preparara un conejo a la parrilla y se me olvidara darle vueltas, y, ya puestos, resurjo un par de días después con una sonrisa de ala a ala, bendiciendo la mañanita (trillonésima mañanita de los cojones) que me vio (re)nacer. Vamos, coño, que no somos niños. Que estamos ya a siglos vista de aquellas mentes estrechas que se inventaban un dios si estornudaban o si no hacían de vientre en una semana. Soy Metrodoro de Chíos, en buena hora me ahogué en el lago aquel, por alguna extraña razón que no comprendo, el verdadero Fénix yacía en el fondo arenoso, medio alelado en forma de gusano (como bien dice la leyenda), muerto de miedo porque veía pasar peces del tamaño de un ruibarbo y con hambre de días, no lograba resurgir de sus cenizas, pues el agua es un elemento muy particular (es decir, lleno de partículas) que no permite que el fuego se expanda y mucho menos que se hagan cenizas en su cosedad... así que el Fénix se quedó en gusano durante siglos y yo, quedéme allí, medio muerto medio vivo, con un hastío de mil pares de Francia en horas bajas, hasta que decidió darme sus poderes metiéndose en mi cuerpo incorrupto. Tuvieron que pasar más de cinco mil años para que el apestoso lago se secara (y eso, porque unos constructores inmobiliarios lo drenaron para construir adosados de tres plantas con bodeguilla) y yo resurgiera por trillonésima vez en esta que veis mi agilipollada figura. El jodido gusano que fue el Fénix verdadero debe andar por el hígado comiéndose mis escasas células hepáticas, los médicos hablan de cirrosis, yo soy más directo y hablo del hojoputa fenicio, que por vago y cobarde no quiere resurgir de nuevo de sus cenizas, y me tiene en ascuas no sé por cuánto tiempo. Dicho queda. Y que no me entere yo de que algún imbécil intelectual de esos que hoy abundan, con cuatro textos clásicos mal leídos y una pedantería emética, menciona al Ave Fénix sin pagarme derechos de copyright, que me voy hasta la SGAE, hablo con un tal Ramoncín (que ya le vale al tío ponerse ese nombre) y os pongo una demanda a la antigua usanza (o me pagáis la deuda, u os corto los redaños)."

Ya lo saben. Luego no me vengan con jeremíadas.

martes, 10 de febrero de 2009

La inverosímil historia de Zótimo de Silesia

"Nací en Vadallolid, más probe que un pastor de crabras, pero copo a copo fui haciéndome un sitio en la aldea gracias a un don que recibí de la Naturareza: me entendía con cualquier aminal, blablaba su idioma sin dicifultad y todos, sin expepción, confiaban en mí, sin tajupos ni zaranjadas. Abama a los aminales y ellos me abaman a mí. Ésta es mi hisrotia y voy a contarla, porque me la da la naga, estoy viejo y candaso, y me trae al piaro el que ridán".

Así empiezan las pocas páginas que dejó escritas Zótimo de Silesia. Conservaré la forma de escribir (y de hablar) de este gran hombre, por respeto a su memoria y, sobre todo, porque así se harán un idea de lo que tuvo que lidiar en vida con sus taras y gozar con sus gracias, taras y gracias, ambas naturales, que nadie le empujó ni enseñóle. Sean magnánimos, ríanse, si así lo desean, pero comprendan que para Zótimo de Silesia, todo fue un calvario con sus semejantes y una arcadia con los que en nada se nos parecen (si exceptuamos el marrano y el mono, y, si me apuran, la rata). Cuando hayan acabado su lectura, se les hará un nudo (véase la entrada dedicada a ellos en este blog) en la garganta y convertirán a este personaje en un héroe de leyenda para contárselo a sus vástagos y continúe así la tradición de hombre a hombre. Vaya, pues, y sea, la inverosímil historia de Zótimo de Silesia.

"Voy a contar loso una parte de mi etixencia, porque las otras las he oldivado o es mejor no redorcarlas. Fue ennorto a 1979, combata yo unos 16 años, casi doto el pueblo me mallaba Zote, por avrebriar, y también por lama chele. Desde enzontes hasta ahora, que soy ya aniazo, me rerité a los bosques, loso y sin dana más que un ruzón con algo de codima que me dio mi alueba Gertru, un cullicho de monte, que me dio mi dapre y una requilia falimiar con la igamen de san Zótimo (opisbo y mártir), protector de antusguiados y tadaros, amén de grálimas chumas de mi damre y una exñatra soca que me dio mi hernamo (que nació mornal) y llevo 40 años intendanto saber qué ñoco es y no me ha serdivo rapa dana. Marmeche con la cazeba achagada y con el barro entre las nierpas, malcidiendo el día en que nive a tese dojido mundo con esta dojida rata, oblidángome a alemarje de los míos y a frusir las lurbas e intulsos de los medás. Perdido y tuermo de diemo, entoncré una tugra grena y malotienle, de oso ajeño. Quemede allí dordimo y soñando con blablar moco un buen crisniato, de codirro y con la sadiburía del hotesno Sótraques (ése que dijo que loso basía que no basía dana). Duanco desterpé, enmutecido y con un frío de conojes, me moquí lo que mi drame me dio para moquer y me supe a canimar para hacerme una idea de dónde esbata y construir cerca mi vuena y úquina saca. Darté loso unos días: un árbol emorne (creo que era un casñato por sus ravas garlas y sódilas), me busí a la certera (3ª, me se dan jemor los múneros) marra y allí, con marrajes, rabo y tierra húdema, llatos, muplas de párajo y queñepos guirrajos de río, hímece una escepie de cañaba, rapa endenternos, un zocho hudilme, repo serugo y, brose doto, mío y loso mío. Las chones eran penolas y garlas y muy osrucas, no obstante, me fui acosbuntrando y, tras unos semes, insuclo me gusbata... doto sicenlio o, moco chumo, el ulular de los húbos y medás amiñalas de la chone. Por las namañas, iba al rialuecho a cespar y me se bada bien la cespa, así que moquía naso y dotos los días, gocía tamplas y hierjabos (roremo, valanda, motillo y esas socas rapa larde basor a los sigos), trufas y frutas, frutas y trufas (no me se condunfan), rara vez tesas y esrápagos (gesún tenrodapa, brose doto, en privarema y oñoto). El tesro del día lo pabasa yelendo dos libros que me relagó el sadercote del bueplo, La Blibia y un dinicioario itusladro con chumas lapabras que aprendí de meromia, aunque no me aduyaron chumo con la naufa donde dedicí vivir. A lo que voy, que tengo carataras en los ojos y arsotris en las namos. Un día, hacía lacor, chumo lacor, un oso emorne se frobata la esdalpa tronca el contro de mi árbol. Me tembablan las rollidas y me casñateaban los tiendes, el oso me rimó y me blabló en su imioda, y, soca cusiora, endentí lo que me jido. Y el oso me jido en su imioda: "yo que tú haría lo mismo que yo, es para combatir a los piojos y demás parásitos, que son muy tenaces y molestos. No tengas miedo, tengo la andorga llena de salmones y miel. Anda, bájate del árbol y ven conmigo". ¡Drame de Siod! Por fin podía conumimarque con mis no mesejantes, mis no hernamos de granse, con lo aminales de Siod, criarrutas sin zarón ni conciencia (hay tierzas lapabras que gido sin condunfirme, moco los monobílasos y las que nieten las mismas cononsantes). Jabé del árbol y aponcañé a mi vueno agimo, el oso, y encepamos a blabar en su imioda de lo yuso que es el piento (el micla, rieco cedir), de lo hersomo que es el hozironte... en fin, de la diva misma. Repo, demejos blabar al oso que vella en sus neges la sadiburía tival, minelaria y suaquidiniva".
"Sígueme, hermano hombre que a duras penas hablas como los furtivos que por desgracia conozco, y muy bien por cierto, que voy a mostrarte la Vida tal y como fue concebida sin vosotros. Y te harás uno de los nuestros y hablarás nuestro idioma animal y ya no volverás a sentirte como un guiñapo. Mantén los ojos bien abiertos, que lo que vas a contemplar es único y, por lo que veo, no podrás contárselo a nadie, porque menuda disfunción lingüística tienes, condenado."


Y con estas últimas palabras escritas al buen tun tun, Zótimo no dejóse ver en décadas entre los suyos, los humanos, convivió con los animales a los que cuidaba o protegía, si la ocasión así lo propiciaba, conversaba con ellos de cientos de hechos acaecidos en tiempos remotos y disfrutó de una vida plena sin verbos ni adjetivos ni sustantivos ni gaitas. Al hacerse mayor decidió contar en unas breves líneas lo que ustedes han tenido oportunidad de ¿leer?, bajó por el río que da al pueblo que le vio nacer y luego burlarse de él como del asno, diole estas páginas (sacadas de un tronco de abedul en finas láminas) al cura (que era nuevo, joven e inexperto. Soy yo, sin ir más lejos) y aquí me ven siguiendo con la sagrada tradición sacerdotal de cumplir una promesa. Dicho y hecho queda. Gocen y aprendan, si acaso lo logran, que yo tuve para mí, al leer lo escrito por Zósimo, que la condición humana tiene más de condición que de humana, y, dicho sea de paso, me retiré a un monasterio de La Alberca (orden carmelita) donde renové mis votos para dejarme iluminar por esa luz interior y sin ocaso que creo firmemente vio el tal Zótimo de Silesia. Sean ustedes bendecidos y perdonados.

Mi nombre poco importa para esta historia, pero como no carezco de cierta vanidad y soberbia mundanas, firmaré este relato como Frey Metodio (fui militar y me licencié con deshonor el día de san Cirilo y Valentín, de ahí mi nombre de guerra, es decir, de paz soberana). Fiat. Seat. Amen.

P.D. : Si alguien necesitara de traductor, que no se acerque a mí ni en pintura. Haga un puñetero esfuerzo y comprobará cuán ennoblecido queda el espíritu.

lunes, 9 de febrero de 2009

La filosofía de Esparzano y el hallazgo de su hijo Androcles

Llevo dentro de mí el agobiante peso de las riquezas que no he dado a los demás (Rabindranath Tagore)

[Dedicado a mi buen amigo y compañero de palabras y breves pero intensos paseos: R.E.]

Hubo un día un filosófoso de la escuela del Losismo, nacida al albur de la inteligencia emocional y artificial muy en boga en los confusos y erráticos años de Melquíades llamado el Mediano, mientras trabajaba en sus cosas (nunca se ha sabido muy bien qué cosas son esas de los filosófos), con libros por todas partes y en todas las posturas, cerrados y abiertos, encuadernados en piel de cordero o a pelo, en lenguas muertas que evocaban y en lenguas tan vivas que gritaban; cierto olor impregnaba la estancia del hombre allí sentado en su mecedora de ideas y venideas varias, y no era grato al advenedizo ni siquiera al loro que convivía con el filosófo. Se llamaba Anfitrión, el loro, que el filosófo respondía al nombre de Demócrito Esparzano, y eso, si respondía, y no era sordo sino ensimismado, que es bien distinto, Dios lo sabe, y se entretenía con el ruido de la hoja que cae en el otoño durante horas, cuando ya era hojarasca, y así seguía mirando el árbol, la rama, el tronco, y, sobre todo, la hoja, bendita hoja que Esparzano miraba y remiraba. Decía que hubo un día un filósofo...

- ¡Esparzano! Se puede saber qué diantres haces que no vienes a comer, que tengo la mesa puesta desde hace una hora y tengo al chiquillo mordiéndose las uñas! - chillaba la mujer desde la cocina, a cinco metros de la biblioteca sagrada del filósofo.

- Ya voy, mujer, no te impacientes, que las prisas nos aprietan y arrinconan, y de los nervios sólo se pueden sacar dolores y de los dolores... - la interrupción era necesaria, pues la escena que sigue, con la esposa como un basilisco, no es para lectores sensibles. Esparzano obedeció, abstine et sustine (abstente y soporta, era su lema) y ocupó su sitio a la mesa de todos los días (los de la mesa y el sitio, pues que yo sepa nada ha cambiado desde que trabé amistad con el filosófo) y comió las verduras con patatas que con tanto amor y dedicación habíale preparado su casi siempre serena y encantadora mujer, Eloísa (esta vez, sin almendro que valga).

Demócrito, queda dicho, era singularmente despistado, y a su mujer Eloísa eso, aunque pueda parecer extraño, le encantaba, pues, según ella se le ponía un rostro iluminado y grácil, casi infantil y a duras penas no se avalanzaba sobre su esposo para propinarle besos y carantoñas y una invitación al lecho... pero se dominaba, porque de sobra sabía que Esparzano era muy suyo cuando estaba filosofando.

- Es mi trabajo, mujer. Observar, contemplar, meditar y repasar. Y, finalmente, pensar y razonarlo todo. Y así una y otra vez hasta que lo escribo. Sólo entonces, Eloísa amada, repito, sólo entonces, me entregaré a los placeres de la divina Venus.

- Tienes razón, pichurrín (Demócrito se ablandaba enseguida y Eloísa, por supuesto, lo sabía y se aprovechaba), tú trabaja que yo seguiré con la casa y el crío, pero recuerda que siempre que regresas de la alcoba, tu trabajo se vigoriza. Sólo te lo digo, porque, a veces, olvidas muchas cosas que son importantes, querido Demo.

Y con estas palabras, Esparzano quedaba atrapado en los amables brazos de su mujer, ausentándose por largo rato de su menester cotidiano. Volvía, tal y como afirmaba Eloísa, hercúleo y pagado de sí, firme y resolutivo... se encerraba una vez más en su universo privado, al lado de la cocina, a mano izquierda, y escribía sin parar. De cuando en cuando, una miradita al hermoso y recio roble de su huerto, otra al verderón que cantaba entre sus ramas y, ya puestos, al impecable horizonte que le inspiraba.

Fue en uno de estos días, tan claros y sin color definido, días Moby Dick, decía Espartano para sus adentros, cuando entró, por primera vez, el hijo de Demócrito y Eloísa. Androcles, que así se llamaba el zagal, algo tórpido como su padre, y guapo y sonrojado como la madre, había roto el pacto familiar: profanar el templo del conocimiento de Esparzano.

Sorprendido, algo enfadado, pero sin llegar a la cólera, ni siquiera al estupor, Demócrito decidió sonreír al muchacho e invitarle a entrar aún más y que conociera los secretos del padre. El niño, había que verlo para describirlo bien, estaba que no cabía en sí de gozo (aquella estancia privada de su padre, con aquellas reglas tan severas... qué guardaría), se acercó al papaíto y le abrazó. Esparzano, que no creía en los rigores de la educación estricta ni estoica, le subió en brazos y jugueteó un rato con él, haciéndoles bromas y caricias. Cuando creyó llegado el momento de recordarle a Androcles que debía seguir trabajando, se lo hizo saber al chico, pero le permitió quedarse con él en la biblioteca.

- Anda, Andro, coge esas revistas viejas de ahí de la mesilla, y échales un vistazo. En algunas, no todas, la verdad, es una lástima (ya he dicho que se alargaba mucho y le costaba arrancar), hay algún que otro artículo interesante, aunque, definitivamente, no descubro en ellas nada serio como para tormarlo en ídem y consideración, pero, bueno, hijo, puede que a ti te diviertan.

El chaval, ya de suyo muy honesto a pesar de su juventud, le dijo al padre después de unos diez minutos de reloj, muy serio (el chico, no el padre):

- Papaíto, me aburro.

Demócrito empezaba a ponerse nervioso, se levantó, dio algunas vueltas por la habitación, observó, contempló, meditó y repasó y, finalmente, pensó. En otras palabras, se le ocurrió una idea para que su hijo, Androcles, estuviera entretenido, al menos, hasta la cena, para que él pudiera continuar su mamotrético trabajo: cogió tijeras y pegamento que había en la gaveta de su escritorio, arrancó una página de una de las viejas revistas donde estaba dibujado un mapa del mundo, la cortó en muchos pedacitos, y, a manera de puzzle, emplazó al chico a recomponer la figura original.

Al cabo de media hora, Androcles le entregó el mapamundi reconstruido a Esparzano, que, sorprendido por la habilidad de su hijo, que no había estudiado geografía todavía en la escuela, le dijo a bocajarro:

- Pero ¿cómo diablos has logrado hacerlo tan deprisa, si no sabes dónde está ni la Catay ni la Ockahoma; por no saber, todavía no sabes dónde queda la granja de tu abuelo?

El muchacho, tranquilo y sobrio como un cachorro junto a su madre, le respondió:

- Papaíto, yo no sabía cómo era el mundo, ni falta que me hace, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre, a quien sí conozco, y falta que me hace. Así que di la vuelta a los pedazos y comencé a recomponer al hombre. Cuando logré unir todos los recortes, di la vuelta a la hoja, y vi que había arreglado el mundo.

Demócrito Esparzano, entre lágrimas, agarró a su hijo, se lo llevó donde estaba su madre, se lo contó todo tal y como había sucedido y todos empezaron a reír. Aquella noche, embriagadora como pocas, hubo movimiento en la alcoba, y, desde hacía mucho tiempo, hubo risas compartidas, sugerentes y con idioma propio.

Esparzano no volvió más a su trabajo. Después de la lección que su hijo le había dado sin querer, decidió irse a la granja de su padre y trabajar la tierra con sus manos suaves y delicadas de filosófo ensimismado, de la escuela del Losismo, durante los confusos y erráticos años de Melquíades llamado el Mediano.