viernes, 20 de febrero de 2009

El corajudo y levantisco Orson Tell [Segunda y última parte]

Lo prometido es deuda. Que nada ni nadie enturbie el hilo de mi historia, fino como la pata de una pulga.
Estábamos en que, ya sereno, Orson Tell se presentó como tal, procurando explicarme los últimos acontecimientos de su vida que le habían llevado al extremo de convertir su existencia en un hatajo de nervios, confusión y cólera.

"Yo, mi estimado y noble señor, era antes sobrio y muy dado a la meditación tempranera. Madrugador y poco amigo de palabras, me entregaba con denuedo y tenacidad a las labores propias de mi gremio, a saber, podador de olivos. Íbame hasta el agro donde crecían silvestres estos árboles mágicos y retorcidos, de fruto sabroso y líquido inmortal. Pertenecían todos ellos (si es que se puede poseer la belleza y la verdad, por no hablar de la unidad) al maese Junípero Ortigaz, a quien usted tendrá el honor que no el gusto de conocer por sus muy variadas empresas y díscolos negocios. Durante toda la jornada, que duraba no menos de diez horas, pasábame cortando aquí unas ramas imposibles (que por mí tengo lo hacían de noche y a mala uva, o, en este caso, a mala oliva), allí deshaciendo nidos de mitos o de carboneros, echábale agua por donde no había sombra y antiparásitos donde los rayos del sol no se alojaban ni queriendo. Cuiadaba y protegía los olivos como hijos que nunca tuve ni quiero. Y ya le digo, una mañana, serían las siete de la tarde, un rayo enojado colóse por mi entrañas, dejándome patitieso y atolondrado durante horas (esta vez serían las siete de verdad). Al despertar tenía un regustillo a aceite en la boca, las manos brutas entumecidas, y los hombros cargados como si hubiera llevado el peso del mundo como Atlas. Cuando me incorporé, noté que las valentías y bravuconadas se me hacían hueco donde antes no había sino miedo y temblor. Las palabras salían de mi boca sin permiso y en avalancha, como con prisa; mi mirada, antaño medio dulce medio discreta, era ahora una órbita celeste de centenares de estrellas disparatadas. Mi pelo, ralo por costumbre y modo, estaba alborotado y todo en mí, en fin, había adquirido el aspecto de uno de los olivos que yo mimaba, pero en hombre, con todo lo que ello conlleva. Desde entonces hasta ahora, no vivo en mí, se me desatan los demonios por cualquier litigio de andar por casa... que si me ha crecido una mala hierba en el jardín de atrás, que si el día despierta gris y plomizo, que si el Junípero de marras paga mal y tarde, que si aquella mujer grita demasiado, que si usted se pone en medio... le lanzo dos hostias. Por mis muelas, que le rompo el costado por cuatro sitios si me sigue mirando de ese modo, malnacido, cabrón..."

Afortunadamente para mí y el resto, el devenir del que hablaba antes volvió y Orson Tell se serenaba hasta nueva orden. Aquel mal rayo le parta de un Júpiter aburrido y ocioso, le trajo sinsabores a Orson y, como si de una metamorfosis se tratara, hizo de este pobre hombre, antes un bendito a ratos libres, hoy un diablo enfurecido a jornada más o menos completa, según qué vientos y decires. Vi unas cuantas veces más a Orson Tell. Supe que le despidieron, después de un ERE que orquestó el maese Ortigaz con maña y saña, y ahora se dedica a podar pinsapos que se venden a granel. Ora está como el lagarto al sol, ora se envalentona con una sombra como un gato cuando juega con una hormiga. Ora calla, ora grita como un poseso. Ya tumbado mirando al cielo ingrato, ya corriendo como Usain Bolt. Horas amargas le quedan a este corajudo y levantisco Orson Tell, que Dios en su infinita misericordia, le acoja en su seno, que no creo yo que se atreva a decirle ni pío a quien olivos hermosos y centenarios y a hombres creó, amén de que tengo entendido de que los guantazos divinos son muy dignos de ver y muy dolorosos de probar. FIAT y VALE.