Han pasado tres días desde mi entrada triunfal (más de 1000 clicks en mi blog es motivo de orgullo, vanagloria, soberbia y estúpida prepotencia, sobre todo teniendo en cuenta que el 40 ó 50% he sido yo quien ha pinchado en este sitio), prometí, no sé a quién, que continuaría la historia del sonriente Isidro, y no seré yo quien falta a mi palabra (¿quién iba a ser, si no, por Dios o pardiez?) Uno de los problemas que tengo a la hora de escribir es que me importa más bien poco lo que escribo, cuido el estilo, procuro un léxico rico, incluso, enriquecido con mi estilo, pero a la hora de construir la historia se me da una higa lo que pase, como si supiera que está en mi mano creadora, que sólo yo puedo dar vida a estos personajes que deambulan sin destino, pero con intenso recorrido, por una vida sin vida o con la mía, si cabe, que cabe. Lo que quiero decir, coño, es que no tenía ni idea de por qué se reía el condenado feliz de mi Isidro, y tampoco sabía cómo podía contarlo llegado el momento de descubrirlo como quien destapa una verdad o un secreto: ¿Quién podría desentrañar el misterio sino Antonia, su amante esposa, la que dormía al lado del bello y despreocupado durmiente? Ante tantas dudas, suelo abstenerme, como proponían los sabios de la antigüedad, abstine y substine. Hablé con mi mujer sobre el asunto, y como ocurre en las mejores familias (doy por hecho que en todas, incluso las que han dejado de serlo), acabé más desorientado y perplejo, con cara de "mirahorizontes" y pensando muy seriamente incumplir mi promesa. Sin embargo, dotado como estoy de la tenacidad de un topo construyendo su madriguera a pesar de su ceguera, que también me es propia, le seguí dando vueltas como el burro tras la zanahoria (me he levantado esópico, ¡vaya por Dios!), hasta que hallé la solución, no sin la inestimable ayuda de la imaginación ajena... un librito en el que andaba enfrascado y que hablaba, sin venir a cuento, y por la cuenta que me trae, de un hombre moribundo que reía a carcajadas al tiempo que se torcía de dolor ante la mirada atónita de familiares, un médico ebrio, un enfermero arisco y un sacerdote sin fe. Fue éste quien le espetó, como quien atraviesa una sardina, "¿De qué se ríe usted, buen hombre? ¿No sería mejor que encomendara su alma al Hacedor ante la halitosa cercanía de la muerte?" Y el moribundo contestó entre esputos de sangre y muecas de sufrimiento: "No puedo dejar de recordar cuando, de pequeño, le conté una mentira a mi padre que ha durado hasta hoy. Le dije, inocente entonces, ahora ya no, que el cuchillo de monte del tío Venancio lo había robado un chiquillo de las cercanías. Mi padre, ante mi sincera declaración, rompió relaciones con su hermano por acusarme de forma infundada. Desde entonces, una mentira como aquella se hizo presa en mi carácter y no dejé de hacerlo, de mentir, se entiende, durante toda mi vida, y las consecuencias de mis mentiras fueron siempre tan terribles como las de mi padre y su hermano Venancio (no volvieron hablar, ni siquiera cuando éste falleció, aunque si falleció de qué coño iban a hablar...) . Tuve éxito en la vida (como todos los éxitos, insuficientes, raros y relativos), pero aquella mentirijilla para salvar el pellejo me persigue hasta éste mi lecho de muerte, y no puedo parar de reír ante la escrutadora mirada de Venancio que está allí sentado, desafiante, esperando mi estertor". Y continuó riendo hasta que la palmó, presa de su risa, tal vez su miedo, su culpa y su arrepentimiento. De Venancio no se supo.
Y hasta aquí lo que ha dado de sí mi oficio. Mañana, siempre mañana, contaré la historia de Isidro y su risa onírica. No se precipiten, sean pacientes e imaginativos. Lo bueno se hace esperar, mi historia también. Y a quien no le guste, ya sabe, una de ajo y otra de agua. Saludos desde mi privilegiada posición de escrivividor. VALE.