Cum res animun occupavere, verba ambiunt (Séneca, Controversias)
Así como el cordobés Séneca nos enseña que las cosas cuando llegan al alma, las palabras salen solas, así la vida se recorre a tientas, tocando las mañanas, oliendo la nocturna... sintiendo el horizonte (me disculparán que esta frase no la traslade al latín, que se las trae, la muy sentencia, entre otras razones porque mi latín sólo lo hablo con plantas y flores, y no siempre y con el mismo acento. Depende más de la planta).
Una de esas cosas a las que el sabio (y yo, qué coño) se refería, es un árbol muy peculiar (su nombre culto es Chorisia y pertenece a la familia -¡qué gran institución!- de las bombáceas. Es conocido vulgarmente, según tribu, por diversos y cariñosos apelativos. Desde el que da título a esta entrada, palo borracho -por su característica forma de botella- toborochi, yuchán, algodonero, palo botella, palo barrigudo, samohú, samuhú, ñandubay, o painero. [Intenten decirlo todo de corrido y ya verán qué cara se les queda]... y aunque crece más bien en los bosques cálidos y húmedos de las regiones tropicales y subtropicales de América Central y del Sur (generosa Wikipedia), del que yo escribo y recuerdo (escrivivo) se encuentra en Valencia, y, aquel día en que nos conocimos, el borracho era yo y el árbol, él, que quede claro. Nuestro vínculo nació fresco, como la mañana levantina, natural y espontáneo, y debido a mi esbornia de muy padre señor mío, en un principio creí que había dejado embarazo al tronco de tan abombado que estaba, y de sus púas, pensé que saldría criatura amorfa y ya marginada. Comprendan que durante toda aquella noche, mezclé vino (merlot de crianza de Utiel -Requena-, que a primeras horas y a primeras copas, suelo tener clase), licores varios (orujos, blancos y de hierbas, para mejor digerir el conejo a la cazadora que me metí en la andorga), y, para terminar, aunque nunca lo hiciera del todo, caldos escoceses de pura malta (a 10€ copazo, según marca... según marca del whiskey, no el tabernero, que todo hay que explicarlo, carajo). Así que imaginen en qué estado entablé conversación con ejemplar arbóreo tan soberbio como sobrio. No habré de explicar de qué charlamos, pues a mí se me entendía mal y el árbol, aturdido como estaba ante la escena humana y a su natural costumbre de apartar a extraños con sus endiablados clavos, sólo pudo pronunciar, en antiguo verbo, una exclamación de sus robustas ramas... algo parecido a o se aleja de mí, borracho inmundo, o llamo inmediatamente a la policía. Aunque procuré mantener el tipo (el de duro), me desanimé cuando comprobé que se había dado la vuelta para no escucharme más, en actitud de estudiante herido en su orgullo o castigado, según se mire.
Desde entonces no bebo ni gota de alcohol, ni falta que hace (más tarde leí en alguna parte que el Palo borracho no necesita apenas agua para soportar su recio porte y que crece ágil y sano si no hay viento que lo entorpezca). Yo mismo me hice sobrio y amigo de aquél que supo tratar como es debido a despojos y piltrafas callejeras con ganas de incordiar el bien merecido descanso de los seres vivos. Siempre que puedo, vuelvo a visitar a mi ilustre compañero de jarana, a quien puse de nombre, Jacinto, por ser éste impronunciable cuando estoy bebido más de lo debido (prueben, si no), procuro no abrazarle muy fuerte (véase foto superior izquierda) y le digo unas palabritas a modo de salve (quien pueda) o ditirambo:
Aquí yace tu hermano de sangre
en el vulgar nombre,
cuya alma es como tus hirientes púas,
y se derrama
cálida
sobre la hojarasca.
Una de esas cosas a las que el sabio (y yo, qué coño) se refería, es un árbol muy peculiar (su nombre culto es Chorisia y pertenece a la familia -¡qué gran institución!- de las bombáceas. Es conocido vulgarmente, según tribu, por diversos y cariñosos apelativos. Desde el que da título a esta entrada, palo borracho -por su característica forma de botella- toborochi, yuchán, algodonero, palo botella, palo barrigudo, samohú, samuhú, ñandubay, o painero. [Intenten decirlo todo de corrido y ya verán qué cara se les queda]... y aunque crece más bien en los bosques cálidos y húmedos de las regiones tropicales y subtropicales de América Central y del Sur (generosa Wikipedia), del que yo escribo y recuerdo (escrivivo) se encuentra en Valencia, y, aquel día en que nos conocimos, el borracho era yo y el árbol, él, que quede claro. Nuestro vínculo nació fresco, como la mañana levantina, natural y espontáneo, y debido a mi esbornia de muy padre señor mío, en un principio creí que había dejado embarazo al tronco de tan abombado que estaba, y de sus púas, pensé que saldría criatura amorfa y ya marginada. Comprendan que durante toda aquella noche, mezclé vino (merlot de crianza de Utiel -Requena-, que a primeras horas y a primeras copas, suelo tener clase), licores varios (orujos, blancos y de hierbas, para mejor digerir el conejo a la cazadora que me metí en la andorga), y, para terminar, aunque nunca lo hiciera del todo, caldos escoceses de pura malta (a 10€ copazo, según marca... según marca del whiskey, no el tabernero, que todo hay que explicarlo, carajo). Así que imaginen en qué estado entablé conversación con ejemplar arbóreo tan soberbio como sobrio. No habré de explicar de qué charlamos, pues a mí se me entendía mal y el árbol, aturdido como estaba ante la escena humana y a su natural costumbre de apartar a extraños con sus endiablados clavos, sólo pudo pronunciar, en antiguo verbo, una exclamación de sus robustas ramas... algo parecido a o se aleja de mí, borracho inmundo, o llamo inmediatamente a la policía. Aunque procuré mantener el tipo (el de duro), me desanimé cuando comprobé que se había dado la vuelta para no escucharme más, en actitud de estudiante herido en su orgullo o castigado, según se mire.
Desde entonces no bebo ni gota de alcohol, ni falta que hace (más tarde leí en alguna parte que el Palo borracho no necesita apenas agua para soportar su recio porte y que crece ágil y sano si no hay viento que lo entorpezca). Yo mismo me hice sobrio y amigo de aquél que supo tratar como es debido a despojos y piltrafas callejeras con ganas de incordiar el bien merecido descanso de los seres vivos. Siempre que puedo, vuelvo a visitar a mi ilustre compañero de jarana, a quien puse de nombre, Jacinto, por ser éste impronunciable cuando estoy bebido más de lo debido (prueben, si no), procuro no abrazarle muy fuerte (véase foto superior izquierda) y le digo unas palabritas a modo de salve (quien pueda) o ditirambo:
Aquí yace tu hermano de sangre
en el vulgar nombre,
cuya alma es como tus hirientes púas,
y se derrama
cálida
sobre la hojarasca.
Debe (¿o tengo que decir debía?) de ser una costumbre, ésta de asociar especímenes arbóreos a tus nocturnos saturnales. Yo recuerdo —y aún podría indicarlo, sin temor a errar— un árbol del Parque del Oeste, bajo la luz del faro municipalísimo y como tal espeso, a cuyas ramas tú encaramado y yo, más prudente con la ropa (¡incluso bebido!), simplemente recostado en el tronco, parecíamos —éramos, qué diantre— unos títiros y melibeos (melopeos también, por qué no) nocherniegos.
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