viernes, 22 de mayo de 2009

El hombre que se reía en sueños (Parte III)

A don Gabriel, a don Marcel y a don Rafael, una non sancta trinitatem de interlocutores sensatos que se derramaron con furia, como agua torrentera, sobre las estancadas y someras aguas que son el alma de este quien escrivive y desespera con brutal esperanza. ¡Vaya por Dios!

¿Qué tal andamos después de haber soportado el paso de los días con sus largas y contumaces horas, esperando la llegada de este emperifollado "orestes", mesías de media nueva? En mi carnes he vivido la levedad del ser y la inexorable incontinencia de la nada, o lo que es lo mismo, he levitado por entre nubes de pereza, y depositado, luego, como en un dibujo animado, mis ideas más puras e inconsistentes sobre la pétrea yacija a donde vamos. Entiéndanme bien, si pueden, necios míos, escrivivir no es un acto, es, si me apuran, una potencia... una oportunidad, no una alternativa. De ahí que siempre nos parezca que un escritor o zuelo haya de escribir para vivir, en lugar de pensar que para escribir tiene que vivir, de resultas que "escrivivir" no tiene parangón ni condición y así nos va, con los pertrechos a todas partes y a ninguna, coronando cumbres que ya fueron conquistadas y olvidados como se olvida uno de recoger la basura que deja tras de sí.
¡Y toda esta parrafada para decir, al final y al fin, que he perdido el hilo de mi historia y que retomarlo me está costando un sufrimiento impropio por imbécil! Quédense con mis excusas que yo no sé qué hacer con ellas. ¡Adelante!

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Tras la muerte de Isidro, doña Antonia no volvió a ser la que era, andariega y parlanchina, recia y agotadora. Ahora se pasaba las horas recordando en silencio los vívidos años de convivencia y lucha, de superar juntos, siempre, la ausencia de hijos, con un amor más pleno y dedicado, de búsqueda interior en el otro, para mejorar su estima o, simplemente, para aliviar la pena o refluirr en la dicha. Antonia revivía en armonía otoñal las gozosas primaveras y los duros inviernos que pasó junto a su amado. Fue ahora que amó más que nunca y desde el hondo misterio concedido como gracia las lozanas tonterías de su Isidro para hacerla reír, sus incansables intentos de sorprenderla por las mañanas con el antiguo vigor de un joven de cuarenta años, los desayunos en el lecho de previo amor, la música traída de la capital, escuchada como dos niños atentos disfrutan de la melodía de ríos y ruiseñores en el bosque de sueños y aventuras. "Isidro mío, mi Isidro, te amo y te añoro, pero te completo desde mi vida con la que a ti ya te falta. Hazme un hueco en tu alma todavía latente, como siempre hacías cuando íbamos a vivaquear a la noche mágica mirando estrellas y lunas, tú contando historias que nunca ocurrieron ni ocurrirían, yo mirando tus ojos brillar como dos luciérnagas ahítas de su luz... Hazme un hueco, amor de mi vida, en tu muerte, que no es lo mismo que en tu sin vida". Luego, recostada en la mecedora que le hiciera su marido hace ya tanto, de palo rosa, barnizada con cariño, inmortal materia de vivos balanceos, se adormecía y, vive Dios, reía como reía su Isidro, aunque no a carcajada limpia, sino más bien con los acordes propios del vuelo de una alondra, tierna risa de quien se prepara para un largo viaje sabiendo el rumbo, el camino y el (con) sentido destino. Antonia también moría, vaga y cadenciosamente, en brazos de su risa, siempre sonrisa, meciéndose en sueños, soñando en mecidos y anhelados besos qjue ya venían.


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La ceremonia del adiós tuvo lugar en la parroquia de todos los días, con el cura de hogaño, don Indalecio, repleta la iglesia de la feligresía fiel y la otra no tanto. La enterraron junto a los restos de su amado esposo, en un ferviente silencio que reinó durante dos días, a excepción del tenaz ebrio Timoteo, que enamorado de la vida que no vivió, bebía sin vacilación y a tragos largos, lúcidos y ruidosos para no vivir la vida que vivía, viviendo, finalmente, la vida que tuvo y que tenía (disculpen la disgresión, es un personaje que ando preparando para un cuentecillo). La despedida de Antonia se vivió (¡vaya por Dios, cómo viven mis criaturas!) como una pérdida simbólica de lo que años más tarde le ocurriría al pueblo todo y a sus sacrificados moradores, convirtíendose éstos en polvo y aquél en ruinas. Pero antes de que todo esto pasara, el sacerdote, leal ministro de su fe y condición, había recibido en confesión a Antonia (que ya veía rondar la muerte por su casa, como rondan los novios a la salida de misa, cercanos, arrogantes y sobradillos). Durante al menos dos meses guardó celosamente el secreto que todos ustedes, mis huraños y ariscos lectores desean conocer: Antonia, amén de unos cuantos defectillos de fábrica y errores enmendados más por cansancio que por templanza, alguna que otra deuda como la del gallo de Esculapio, le contó al vicario por qué su Isidro reía sin oficio cuando dormía. Al morir Isidro, además del vacío dejado por su ausencia, había sembrado en Antonia un fértil fluir en sueños. Y en sueños hablaba con su Isidro, y en sueños éste le contaba historias como hacía en vida y, por fin, le desveló por qué acostumbraba a reír sin ton ni son en las frescas madrugadas, sin lograr acordarse de por qué lo hacía o, simplemente, que lo hacía. Una vez muerto, gozando de buena salud espiritual, comprendió porque recordó , y recordó porque él mismo era ahora todo consciencia: "Mi hermosa Antonia, qué fácil es ahora reconstruir sin miedo ese puente que tendemos a lo desconocido. Otros habrán descubierto, boquiabiertos, la grandeza del amor de los otros, la miseria del suyo, o el fuera de toda duda de Dios... otros habrán vuelto a su infancia para recomponer la que no le dejaron vivir, pero yo, yo sólo podía pensar en los sueños en los que me desternillaba de risa, contagiándose la mañana, la tal mañana, qué olor a heno y a mejorana, tú y cuantos me acompañaron, hasta el perro Dylan (por Thomas) correteaba feliz por los empinados peñascos, con la lengua fuera y mirándome, con el rabo como un péndulo travieso. ¿A qué no sabes de qué me reía todos esos años? [algún lector impenitente habrá que esté maldiciendo el día en que le dio por entrar en mi blog] Pues te veía a ti, en la mortal mecedora soñando mi risa, riéndote como yo, aunque más serena y limpia. Y me reía porque sabía que nos reencontraríamos en la otra vida. Qué más quieres, vida mía, mi Antonia querida... te espero al alba y hacia a luz".
Cuando Antonia se lo contó en el acto final de reconciliación al cura, lo hizo entre lágrimas de alegría, porque comprendió de dónde nacía no sólo la risa de su marido, también su fuerza cada mañana y su amor de todos los días.


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Don Indalecio, menos contrito y taciturno que de costumbre, fuese de misiones con la fe tamborileando en los nerviosos y nervudos dedos, encontrando la muerte en la fauces de un león hambriento y sin contemplaciones, por despistado y sordo, rezando como estaba a la milenaria sombra de un fresno congoleño, no sin antes haber contado no una, sino mil veces, como las noches de Sherezade, la dulce (lo sé, a veces, edulcorada) historia del hombre que se reía en sueños y de su esposa, origen y fin de tanta espera, tantas palabras y desvelos tantos que este
escrivividor se va a la siesta a descojonarse un rato. Ustedes sean felices.


2 comentarios:

  1. ¿Leía a Dylan Thomas el buen Isidro? Algo me recuerda lo de la oportunidad y la alternativa. Me lo reflesca, buen hombre, y se lo agradezco. Un lector que le sigue.

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  2. La mortadela de los sueños está en un simpático sanwich que sólo lo ofrecen en un bareto de la parte antigua de Roma, junto al Panteón de Agripa. Los romanos acostumbran a decir que hace dúctiles las sensaciones que trepan entre los conocimientos -aunque sean de metal- para desarrollar un juicio crítico. Los romanos son otra cosa; agotadores, pero con ingenio. Mienten como bellacos, hasta cuando sueñan, y tienen la distancia que marca que te hayan invadido tropecientas veces. Por eso, desde mi Sevilla natal, me quedé para siempre con algo de ellos: su indolencia.

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