jueves, 19 de marzo de 2009

Las estrafalarias teorías de Cantamornin Jules

Permítanme que les hable del extraordinario caso de un individuo que llegó por su propio pie a la conclusión de que sin él en el mundo, éste, el mundo, sería un caos de horribles o nefastas consecuencias. Empezó como casi todo en la vida, sin permiso, con una libertad digna de errático viento o de mar embravecido. Siguió peldaño a peldaño, como casi todo en la vida, sigilosa y a plena voz como una torre babélica, y acabó, como casi todo en la vida, derrumbándose y envejeciendo en el olvido, como las ruinas sangrientas de un campo de agramante o como este párrafo que se agota y extingue... como casi todo en la vida.
Se llamaba Jules Highlight, había nacido entre los gritos de una madre enfurecida por el parto y las amenazas de un soldado americano (a la sazón, padre de la criatura) al matrón que ayudaba a traerle al mundo. Cuando los gritos y amenazas de los adultos perdieron su vigor, empezaron los del niño recién nacido con una virulencia impropias de un bebé. Al parecer tenía hambre (estaba alimentándose en la placenta cuando la madre naturaleza envió su claro mensaje de "No se admiten devoluciones"), mucha, y el crío se desgañitó intentando hacerse comprender, mientras los confusos padres lloraban de alegría y el partero reclamaba su derecho a pirarse al bar más cercano a celebrar el parto 1.000 en las que sus hábiles manos (siendo dos, ¿hablaríamos de destreza?) habían participado.
El joven Jules creció sano y algo regordete, rubicundo de rostro y manos, con la mirada propia de quien va un paso por delante de los demás y, quizá, de sí mismo, lo que se comprende si no se mira nunca atrás. Como apenas veía al padre, con cientos de misiones en países a control remoto, el niño se volvió algo gilipollas y contestón, con una madre consentidora y encantada con su retoño, ciega a las críticas o a las advertencias. Jules Highlight se estaba haciendo hombre, pero sin el artículo indeterminado; hecho éste que pasa en las mejores familias, confundiendo la hombría con los músculos y la madurez con la altura.

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Tan lejos andaba Jules de comprender lo que se le venía encima de seguir siendo tan caprichoso y cantamañanas como lo estaba su padre de corregirle y enseñarle un poco de lo que da el Ejército (a su extraña manera y disciplina) y otro poco la conciencia (también a su extraña manera sin disciplina que valga). Los valores que hacían de Fredric Highlight (el padre) un buen hombre, a pesar de obedecer órdenes en ocasiones absurdas o antinaturales, están en la vida misma, en ese árbol de la ciencia que da frutos perennes pero que una vez se mordisquean dejan un sabor amargo en la boca del alma, de ahí que no sean pocos los que deciden apartarse de él y probar en otros árboles más asequibles, sabrosos y efímeros. Cuando el padre regresó de una de aquellas misiones acabadas y firmadas por los grandes uniformes de gala y medallas al pecho, se encontró con un retoño bien crecido, arrogante y retador a partes iguales ( la mera presencia del padre en casa era una amenaza al estatus de tirano logrado por el joven Jules sin apenas esfuerzo y mérito). Sin ser una bienvenida distante o fría, Fredric se sintió desplazado hacia algún lugar incómodo y sin nombre, una especie de ostracismo silencioso con demasiadas normas y poco juiciosas, una condena abierta a marcharse por donde había venido.
Pero Fredric estaba curtido en las batallas no declaradas ni lidiadas, tan acostumbrado estaba a la insana venganza o al rencor centenario entre hombres que aquello sólo le importunó lo justo para mandar callar al insolente muchacho y hacerle un gesto a la irresponsable y floja esposa y madre para que fuera hasta la habitación de matrimonio (ya en desuso aunque gastada) a cruzar unas cuantas palabras sobre aquella estúpida situación creada en su ausencia: o las cosas volvían por los fueros propios de una familia con padre, madre y un adolescente, o él se encargaría de forzarlas. Parecía injusto, teniendo en cuenta l0s largos periplos, romper la magia entre madre e hijo (a la manera de Penélope y Telémaco o de Hamlet y su madre Gertrudis) , reclamar el trono cuando éste había sido ocupado (usurpado) por un niño que cuidaba a su madre con ternura y devoción (sentimientos éstos que ni por ensalmo conocía el joven Jules, pero la ceguera de la madre soberana creaba cielos donde infiernos y luces donde sombras, yocastas donde edipos). Injusto era, quizá, pero Fredric no estaba dispuesto a tolerar tamaña afrenta, tan bien injusta, si cabe más por ser él quien alimentaba y protegía a aquella perdida familia. Durante algún tiempo, la farsa prosperó y sirvío para templar los ánimos: la esposa/madre se entregó a su esposo/padre en actitud servicial sin ser servil, solícita sin ser puta, amante sin ser amorosa, devota sin ser santa (lo que viene siendo una farsa, carajo); el esposo/padre se mostró atento y callado, avizor y azorado, más amaestrado que maestro y, enfurruñado más que airado; y, al fin, el hijo, el joven Jules, demostró una habilidad asombrosa en el arte del fingimiento, la mentira y la intriga, convirtiéndola en una prolongación casi natural de su personalidad, descubriendo, además, la enorme utilidad que le prestaba en otros ámbitos fuera del hogar. Se hizo líder improvisado de un grupo de rezagados mentales de su clase que le seguían como acólitos o como secuaces, según fuera el caso. Engañaba a profesores y a cualquier adulto (adulterado) que se dejara convencer por sus sofisticados juegos de barata dialéctica. Gustaba a las chicas como gustan los animales de pelo suave y mirada cálida, por parecer dóciles y fáciles de domeñar. Y con todo este bagaje, el joven Jules se convirtió en el Cantamornin Jules que conocí y al que en la entrada siguiente les presentaré.


domingo, 1 de marzo de 2009

Ustedes se preguntarán por qué no llueve nunca a gusto de todos. Pues, sigan haciéndolo y descubrirán que hay diversidad de opiniones, y ahí está el quid de la cuestión. Yo llevo toda la mañana entretenido en menesteres varios y domésticos (un arroz a la cubana, la lectura de los ensayos de Montaigne y escuchando a Johnny Cash en sus peores tiempos). Una vez que tenía el plátano frito por ambas caras, se me ocurrió, así de repente, que si pensáramos de igual manera y criterio, acabaríamos chocándonos unos con otros por las calles sin asfaltar, balbucearíamos un saludo porcino y Dios se apiadaría de nosotros y nos devolvería a nuestro estado más primitivo en busca del fuego. Creo que fue este regalo de Prometeo (el pobre, cómo acabó por la ira de Zeus) el que me trajo a las mientes este discurso vago e inútil... ¿qué serían de mis plátanos?, me pregunto. ¿Qué sería de nosotros nunca?, se preguntaba un tal Staton en Tierra baldía. Decidan ustedes qué pregunta es más inteligente, seria y capaz. Ya han tardado... es que los plátanos han tenido siempre muy buena fama y la ontología no tanto. En fin, como decía, nunca llueve a gusto de todos.
De hecho, yo, cuando llueve, me vuelvo inquieto como tierno vástago. La lluvia anuncia cambios, gratos unos, amenazadores otros, los más, previsibles de tan repetidos. La lluvia, sin acojonar, nos vuelve taciturnos y uraños y un poco gilipollas. Hablo de mí, por supuesto, pero les incluyo a ustedes, porque se me da una higa acertar o no. A ver si sólo va a globalizar Internet, la caja tonta o el conspicuo Eduardo Punset y su alma en el cerebro.
Creo que no voy bien, y es, pues, buena razón, por no decir, inapelable, para dejarlo ahora que puedo. Esto de filosofar por las buenas y a las buenas de Dios, no encaja con mi natural metódico y maníaco. Que os sirva de aperitivo, de invitación a no dejar que me ausente por tanto tiempo. Idos al carajo con Dios. VALE.